El tema, aunque noticioso, en realidad no tiene nada de novedoso, porque la cuestión lleva siglos en el debate social y teológico. Más que siglos: ya desde el origen mismo del cristianismo era una cuestión de reflexión.
Muchos de los defensores del matrimonio en el clero esgrimen como argumento el de la promiscuidad, como si los terribles casos de pederastia que ha habido en la Iglesia se pudieran haber evitado con sacerdotes que hubieran podido descargar sus pulsiones sexuales con una mujer. Me parece un pensamiento muy peligroso: por un lado, niega la capacidad humana para manejar sus instintos, como si la voluntad no fuera lo suficientemente fuerte y le resultara imposible contenerse al ver a un chico o a una chica; por otro lado, condena a los individuos que libremente renuncian a estar en unión amorosa con otra persona, asumiendo que no se puede vivir ni respetar una existencia que haya optado por la soltería... ¿también habría que reprochar o anticipar los riesgos de su decisión a los viudos, a los monjes tibetanos, a hombres y mujeres que no hayan querido contraer matrimonio?
Detrás del celibato sacerdotal hay un sentido profundamente divino que, a ojos de quienes no creen en Dios, puede resultar absurdo o extraño: dedicar el cien por cien de las energías, del corazón y del afecto a Cristo mismo, pues es a él a quien representan desde el momento mismo de su ordenación. El Código de Derecho Canónico, en 1983, recogió, por ejemplo, lo siguiente: “Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios, mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres”.
En esencia, parece válido considerar que el celibato, tal y como formuló el Concilio Vaticano II, “no se exige por la esencia del ministerio” eclesial (P.O. n. 16), pero sí por conveniencia de la vocación per se. Y si bien es cierto que en la Iglesia Oriental se maneja un reglamento que no impide tener a sacerdotes casados, en la Iglesia latina el celibato sí es obligado por ley.
A sacerdotes, personas casadas y solteras se les espera la virtud de la castidad, que no es sinónimo de algo fastidioso, sino de compromiso personal y alegre, porque es un compromiso basado en la ilusión y el amor.