Informal pero elegantemente vestidos, Severin Krøyer, el pintor del cuadro, y su esposa, Marie Triepcke, también artista, pasean a lo largo de esta dilatada playa de Skagen (Dinamarca), en el crepúsculo de una serena tarde de verano, acompañados por su perro rap. Disfrutan aún de la luz del día, que no termina nunca de retirarse, aportando un color azulado que iguala el cielo, el mar y la arena.
Caminan del brazo, con la mirada perdida en el horizonte, embebidos, contemplando la inmensidad del mar. Como nosotros ahora, ante el lienzo, invitados a acompañarles en el paseo.
Las pequeñas olas que mojan tímidamente la arena que pisamos, hacen parte de esa masa líquida que se pierde en la línea del horizonte, que se dilata y se contrae, que se lanza y se mueve por toda la superficie de la Tierra. Su unidad grandiosa nos sobrecoge.
Al mismo tiempo, ¡qué variedad extraordinaria! Unas veces, como ahora, el mar se presenta manso y sereno, pareciendo satisfacer los deseos de paz, tranquilidad y quietud de nuestra alma. Sobre sus aguas planas, dos quietos veleros en la lejanía y un tímido haz de luz que se refleja serpenteando hasta nuestros pies.
Otras veces, el mar se mueve discreta y suavemente, formando pequeñas olas que parecen jugar en su superficie, distendiendo nuestro espíritu en la consideración de las realidades amenas y apacibles de la vida.
Pero también llega a la orilla, y con frecuencia, acelerado y jadeante. Y en ocasiones se muestra majestuoso y bravío, irguiéndose en movimientos sublimes, arremetiendo furiosamente contra las rocas, arrojando de sus abismos masas de agua insondables.
Puede mostrarse oscuro, impenetrable, profundo y misterioso. Y al poco, convertirse en el murmullo de una envolvente caricia, que adormece, semejante a la prosa de un viejo amigo al que ya se le escuchó muchas veces.
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Todas estas diversidades del mar no tendrían concatenación, ni encanto, si no se presentasen bajo el gran fondo de una inmensidad fija, invariable y grandiosa.
Dios es la causa ejemplar, el Ser infinitamente bello cuyo reflejo podemos apreciar de mil maneras en los seres creados y, sobre todo, en el conjunto jerárquico y armónico de todos ellos. El mar es un ejemplo soberbio. Su unidad y variedad se manifiesta ante nosotros, como espléndida imagen de la belleza increada y espiritual de Dios.
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Peder Severin Krøyer, (1851 - 1909) nació en Noruega pero se educó en Copenhague. A los nueve años, comenzó su carrera artística con tutores privados. Con 19 años, completó sus estudios en la Real Academia Danesa de Arte. Entre 1877 y 1881, Krøyer recorrió Europa, empapándose del impresionismo de Monet, Sisley, Degas, Renoir y Manet. En 1888, en París, coincidió con la alemana Marie Triepcke, también pintora, y se casó con ella al año siguiente. Krøyer falleció en 1909 a los 58 años. Es uno de los más estimados y coloristas pintores de la comunidad danonoruega de Skagen.