A raíz de la reciente pandemia del COVID-19 que ha azotado al mundo entero, el Papa Francisco inició uno de sus discursos con estas palabras: "Todos somos hermanos.
San Francisco de Asís dijo: "Todos hermanos". Y para esto, hombres y mujeres de todas las denominaciones religiosas, hoy, nos unimos en oración y penitencia, para pedir la Gracia de la curación de esta pandemia”. Hacía, así, un llamado a todos los hombres y mujeres de bien para unirse en la oración y pedir a Dios el fin de una pesadilla que se ha cobrado cientos de miles de muertos.
Lo cierto es que pocos, muy pocos, esperaban una pandemia como ésta. Se habían escrito algunos libros y producido películas con historias análogas, y varios expertos habían vaticinado la llegada de un virus semejante en los próximos años, pero siempre que llegaban a nuestros oídos tendíamos a considerarlos invenciones más o menos improbables. Ahora sabemos que no es así y que un sinfín de personas han sufrido y han muerto solas, a menudo ignoradas o separadas a la fuerza de sus seres queridos. Esto no es tan novedoso si lo comparamos con los dramas que ha debido enfrentar la raza humana desde sus orígenes, pero sí ha sacudido la estabilidad económica, sanitaria, social y política que habíamos construido en los últimos cien años.
Del poder de la oración han escrito innumerables santos, y sin embargo no por mucho escucharlo es menos cierto: frente a tantas pandemias letales -millones de personas al año mueren de hambre, de malaria y de tuberculosis, por ejemplo-, lo que más está en nuestras manos es la posibilidad de rezar, de acudir a Dios con la fe y la convicción de que Él sabrá sacar buenos frutos a partir de tanto sufrimiento. El solo acto de detenernos a reflexionar sobre nuestra poquedad, unido al subsiguiente ejercicio humilde de implorar misericordia, nos reviste de una humildad sanadora. Rezar no es sólo pedir y pedir, sino, sobre todo, reparar en que no nos bastamos a nosotros mismos. Es una puerta a la humildad y a la admiración.
Dudo mucho que sea casualidad que Jesús, mientras estaba padeciendo lo indecible mientras agonizaba en la cruz, decidiera dirigirse a su Padre en tres de las denominadas Siete Palabras, incluyendo la última: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34); "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46); y "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). O sea, en los momentos de máximo dolor, en lugar de proferir una queja o un grito de lamento que hubiera sido absolutamente comprensible, optó por pronunciar frases que sonaban casi a conversación con Dios Padre... porque en eso consiste quizá, en resumidas cuentas, la oración: en el diálogo sincero con la Persona que siempre está ahí para nosotros, también en los instantes de duda, oscuridad y tragedia.