Le sucedió en Madrid a un amigo en el inicio de la llamada “desescalada”, el primer día que era permitido salir a pasear, en horarios diferenciados. Después de la pesadilla sufrida durante tantos días de cautiverio esta migaja de libertad le parecía algo extraordinario, y lo era, sin duda.
Salió a mover el coche y ponerle un poco de gasolina. Le dieron las siete de la tarde, hora reservada para los mayores de 70 años. Y entonces se acordó de la buena señora, dinámica y animosa, que desde hace años le prepara el almuerzo todos los días, más por cariño y pena que por necesidad. Había hablado con ella en repetidas ocasiones para ver cómo lo llevaba. Seguro que está ya con un pie en la calle, pensó mi amigo. Voy a llamarla:
– ¿Qué tal doña Teresa? ¿Va a salir a dar su paseíto de costumbre?
– No, no me apetece mucho. ¿Salir a dónde? Todo está cerrado
– ¡Venga hombre! Que estoy aquí abajo, –no era verdad, aún estaba en la gasolinera. –¡Bájese y damos una vuelta juntos.
– ¿Está abajo? Uhmmm, bueno, vale.
Mi amigo estaba realmente sorprendido al ver cómo le había afectado estar aislada todo ese tiempo. Doña Teresa salía todos los días puntualmente a las siete menos cuarto, con paso ligero por el barrio de Salamanca. Se entretenía viendo los escaparates, hacía alguna que otra compra. Asistía a misa de ocho en alguna iglesia, le gustaba ir variando, no siempre a la misma. Y para las nueve y media ya estaba de vuelta. Esa era su “gimnasia” diaria.
Aquel día, bajó despacio, como si le faltara cuerda. Subieron la calle conversando tranquilamente, ambos habían adelgazado, sin dieta ni nada. Cruzaron hacia una zona de chalets y vieron algún movimiento en el acceso a la iglesia. Era el primer día que abrían. El Santísimo estaba expuesto. Entraron. Al poco, el sacerdote anunció que iba a dar la comunión. Aquello les pareció algo realmente extraordinario. Era una ráfaga de aire fresco en sus corazones. Continuaron luego su paseo, comentando los chalets de la zona. Dieron las ocho y había que volver. Le acompañó hasta el portal y al despedirse, doña Teresa, sinceramente agradecida y con sentido del humor, le dijo:
– Gracias por sacar el chucho a pasear.
Mi amigo me contó la historia con gracia. Y yo pensé: pues esto es consolar al triste. Algo que está a nuestro alcance con más frecuencia de lo que imaginamos. Y muchas veces son pequeños detalles. Sólo hay que buscar las oportunidades.