Podemos por razón llegar incluso a conocer que Dios es el Bien supremo y así lo descubrieron igualmente muchos filósofos, sobre todo desde Platón, quien pone el Bien en la cumbre de todo. Pero simplemente por la razón no es posible conocer la grandeza y la esencia más íntima de ese Bien: “Dios es amor”. Esto sólo podemos conocerlo por la revelación y por la experiencia espiritual interior al vivir bajo su sombra y amparo.
Si en el Antiguo Testamento Dios ya se revela como amor, esto es ya mucho más claro aún e incluso explícito en el Nuevo testamento: Jesucristo ha revelado plenamente a Dios como amor y por eso el apóstol y evangelista San Juan lo afirma de forma rotunda en su primera carta (1Jn 4,7-21): “Dios es amor” (1Jn 4,8.16); “el amor es de Dios” (1Jn 4,7); “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16); “no hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud del amor. Nosotros amemos a Dios, porque Él nos amó primero” (1Jn 4,18-19).
El Ser, el Bien y el Amor
En Dios, pues, se identifican el Ser, el Bien y el Amor. Santo Tomás de Aquino enseña que todo lo referido a Dios es verdadero, bueno y bello, porque Él, como Ser esencial y supremo, es la misma Verdad, el Bien y la Belleza.
El amor en Dios se vive en clave trinitaria: el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo. Hay un flujo de amor constante, eterno, entre las personas divinas. El bien es difusivo, como explicó un autor monástico oriental, el Pseudo-Dionisio Areopagita, a partir del pensamiento platónico y neoplatónico. Por eso Dios ha llevado a cabo la Creación: no tenía necesidad de ella, pero ha querido conferir el ser a las cosas para comunicarles el bien del ser y su mismo amor, a cada una en el grado que le corresponde.
¿Quién es Él?
El amor de Dios, por tanto, se manifiesta en la Creación: Dios ha conferido el ser por bondad, para hacer partícipes del bien del ser a las criaturas. De este modo, San Agustín ofrece una bella explicación dialogada con un cierto sabor socrático: “Pero me objetas: ¿Por qué desfallecen las criaturas? Porque son mudables. ¿Por qué son mudables? Porque no poseen el ser perfecto. ¿Por qué no poseen la suma perfección del ser? Por ser inferiores al que las creó. ¿Quién las creó? El Ser absolutamente perfecto. ¿Quién es Él? Dios, inmutable Trinidad, pues con su infinita sabiduría las hizo y con suma benignidad las conserva. ¿Para qué las hizo? Para que fuesen. Todo ser, en cualquier grado que se halle, es bueno, porque el sumo Bien es el sumo Ser. ¿De qué las hizo? De la nada” (De vera religione, 18).
El Concilio Vaticano I definió solemnemente que la Creación ha sido fruto de la voluntad trascendente, libre y soberana de Dios, por una motivación de plena generosidad y gratuidad, para comunicar bondadosa y amorosamente el ser y la vida a las criaturas que no existían. Lo hizo frente a algunas posturas que, sobre un fundamento teológico en la filosofía de Hegel y afirmando que Dios es Creador, sin embargo pretendían que habría llevado a cabo la obra de la Creación por necesidad.
El Dios Uno y Trino es plenamente feliz en su vida íntima trinitaria, vida de comunión de amor: por lo tanto, no necesita de la Creación. Si la ha llevado a cabo y la sostiene, es por bondad y amor. Y Dios muy especialmente ha querido comunicar su amor al ángel y al hombre, creado éste a su imagen y semejanza (Gn 1,26-27).