Al decir que es “antiguo” no nos referimos a que el contenido de los 46 libros que lo forman haya sido revocado, pues lo viejo no se convierte necesariamente en inservible.
Hay cosas como las monedas o los sellos de correo, que aumentan de valor conforme pasa el tiempo. Con el adjetivo “antiguo” lo único que se pretende es datar la redacción de los mismos, acontecida antes de la venida de Cristo. Por tanto, con su llegada no pasaron de moda estos libros, pues Jesús “no vino a abolir lo que estaba escrito, sino a perfeccionarlo” (cf. Mt 5,17).
Las páginas veterotestamentarias se abren relatando cómo Dios crea al hombre para compartir con Él su vida divina. Sin embargo, movido por Satanás, el hombre falla a Dios por soberbia que le conduce a desobedecer su voluntad. A pesar de todo, Dios hace una promesa de salvación (Gn 3,15), pero estima oportuno preparar previamente a su pueblo antes de llevarla a plenitud. Así, forma a Israel que es conducido por los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob. Estos se encargarán de transmitir al pueblo las promesas divinas, entre las que se encuentra una Tierra propia, donde los hebreos se podrán asentar, vivir tranquilamente y rendir culto a Dios. Los descendientes de los patriarcas se establecieron en Egipto. Allí sufrieron la opresión y la esclavitud, hasta que fueron liberados por Moisés. A la muerte de este, su sucesor, Josué, concluye la búsqueda de la Tierra Prometida al llegar a Canaán, lugar que ahora toca conquistar. Pese a palpar cómo Dios cumple sus promesas, el pueblo sigue siendo infiel, hecho que es castigado desde el cielo dejándolo caer en manos de los enemigos. Cada vez que había arrepentimiento, Dios enviaba a un “juez” o defensor para ser su líder y salvarlo.
Los jueces piden a Dios un rey
Debido a la constante amenaza de guerra y al deseo de ser como las naciones vecinas, los jueces piden a Dios un rey. Comienza así el profetismo y el tiempo de la monarquía, pues es el profeta Samuel quien unge el primer rey de Israel, Saúl. Los profetas predican la Palabra de Dios (anuncio y denuncia), llaman a la conversión, purifican el culto, luchan por la justicia y anuncian al Mesías.
División del reino: Israel (norte) y Judá (sur)
A Saúl le sucedió en el trono el gran rey David y a este Salomón, quien fue un gobernante capaz y sabio, pero también infiel a Dios, ya que su gobierno estuvo marcado por la explotación a los campesinos, fuertes impuestos e idolatría. Estos modos trajeron consigo la ruptura de la unidad y así el reino se dividió en dos: Israel (en el norte) y Judá (en el sur). Un reino dividido no va muy lejos. De por sí cuando estaba unido era pequeño y desavenido, ahora se hizo mucho más débil, a merced de los grandes imperios vecinos.
Destrucción de ambos reinos
El reino de Israel terminó siendo destruido y arrasado por los asirios, mientras que sus habitantes fueron deportados a Nínive. Por su parte, el reino de Judá fue invadido y destruido por el imperio de Babilonia, y allí deportados todos los judíos. En este exilio, un grupo de Judá siguió siendo fiel al Señor y con ellos Él fue preparando un “resto de Israel” que cuando regresara a Palestina fuera portador de una fe más profunda. Conducidos por los profetas Esdras y Nehemías, regresan a su tierra donde trabajan en la reconstrucción de la ciudad y el Templo, pero ahora como dependientes del Imperio Persa y no como nación independiente.
Alejandro Magno
Posteriormente Alejandro Magno derrotó a los persas y todos sus territorios pasaron a manos de los griegos. Tiempo después los romanos arrebataron a los griegos sus dominios y construyeron un fuerte y amplio imperio. Es en este tiempo cuando nace Jesucristo, quien abre otro tiempo, el de la Nueva Alianza, el Nuevo Testamento.