Concluía de Prada afirmando que ese nivel de desesperación quedaba más claramente reflejado en sociedades paganas, que prescinden de Dios, porque su prioridad absoluta consiste en huir de la muerte, como si ésta fuera el fin o una condena. Para las personas religiosas, en cambio, la muerte supone una promesa, un paso intermedio a una realidad mucho más importante y trascendental que cualquiera de las cosas que hemos experimentado hasta ahora: la vida eterna.
Más allá de que estemos de acuerdo o no con el autor en cuestión, no cabe duda de que llevamos meses y meses inmersos en una corriente abrumadora de información, de estadísticas, de primeras planas televisivas y periodísticas acerca del dichoso Covid-19 que han terminado por perder su propósito real: sacudir al lector o al espectador, llevarle a la reflexión o al cambio de conducta. El nivel de hartazgo informativo y psicológico es indudable, más aún, si quienes están expuestos a tal volumen de datos, reportajes y razonamientos interpretan su existencia terrenal en clave puramente material.
Es, en una palabra, triste y reduccionista basar nuestro día a día en la búsqueda denostada del placer y en la huida del dolor y la incertidumbre a toda costa. Y cuando llegan imprevistos tan devastadores como el coronavirus –por otro lado, no tan atípicos en la historia de la humanidad, aunque nos empeñemos en olvidarlo-, el suelo se tambalea y esas prioridades efímeras cosas tangibles, limitadas, que nunca satisfacen del todo- se desvanecen como el agua entre los dedos. En ese momento, sólo quienes han descubierto la esencia de su vida, su porqué y su finalidad, demuestran una serenidad optimista y ejemplar.
El diácono San Esteban, judío converso, fue uno de los primeros mártires de la Iglesia católica, si no el primero. Y él, después de recibir un sinnúmero de falsas acusaciones por parte de los miembros de varias sinagogas, mientras lo apedreaban hasta la muerte, rezaba así a Dios: “Señor Jesús, recibe mi espíritu (…). No les tomes en cuenta este pecado”. Y
explica el Evangelio que “habiendo dicho esto, durmió” (Hechos 7, 58-60). Sé que se dice fácil y que no es equiparable un martirio cruento a una enfermedad o a un revés económico severo como el que puede traer el Covid-19, pero sin duda la actitud tranquila, confiada y magnánima de aquel santo nos puede abrir los ojos para evitar la desesperación a la que invita una visión meramente mundanal de cuanto nos rodea.