Lo recuerda claramente y con gran belleza la oración colecta del día de Navidad, que se reza de forma casi igual en la mezcla del agua y del vino en la forma extraordinaria del rito romano y de manera bastante más resumida en la forma ordinaria del mismo:
“¡Oh Dios!, que de forma admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”. En la forma extraordinaria, la oración de la mezcla del agua y del vino reza así: “¡Oh Dios!, que de forma admirable fundaste la dignidad de la naturaleza humana y aún más admirablemente la reformaste; concédenos, por este misterio del agua y del vino, ser partícipes de la divinidad de Aquel que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro”. La fórmula de esta oración en la forma ordinaria del rito latino es mucho más escueta: “Por este misterio del agua y del vino nos hagamos partícipes de la divinidad de Aquel que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad”.
Uno de los mejores filósofos católicos de nuestro tiempo, el alemán Robert Spaemann (1927- 2018), muy admirado por Benedicto XVI, ha resaltado de hecho la profundidad y el valor de esta oración en la forma tradicional –hoy extraordinaria– del rito latino: «Es una idea relativamente tardía la de que el hombre como tal y por antonomasia tiene una dignidad que debe ser respetada y que no depende de determinadas funciones. Es una idea que surge con el estoicismo y con el cristianismo. Un célebre texto de la liturgia romana de la misa dice: “Oh Dios, que has establecido admirablemente la dignidad de la naturaleza humana y de un modo más admirable la has elevado…”» (Lo natural y lo racional. Ensayos de Antropología, Madrid, Rialp, 1989, pp. 99-100). Spaemann, como buen filósofo enmarcado en el realismo clásico y cristiano, fundamenta la dignidad humana en el ser y descubre en ella un valor sagrado: considerando que el hombre sobrevive a su propia muerte física y que existe un Dios que le estima, «sólo el valor del hombre “en sí” –no únicamente para los hombres– hace de su vida algo sagrado y confiere
al concepto de dignidad esa dimensión ontológica sin la cual no puede pensarse siquiera lo que con ese concepto se quiere expresar. El concepto de dignidad significa algo sagrado. En última instancia se trata de una idea metafísico- religiosa» (ibíd., p. 102). De este modo, como nos enseña la Iglesia en esta oración y el Concilio Vaticano II lo expresa con absoluta nitidez, “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio
(Gaudium et spes, n. 22). También Santo Tomás de Aquino había afirmado que «el mismo Verbo encarnado es causa eficiente de la perfección de la naturaleza humana, pues, como dice San Juan, “de su plenitud recibimos todos” (Jn 1,16)» (Summa Theologiae, III, q. 1, a. 6 in c). Asimismo ha indicado en tiempos más cercanos a nosotros el P. Matta el-Maskine, monje copto egipcio que ha sido un verdadero Padre del Desierto de nuestros días: “el Verbo encarnado, Hijo de Dios, representa, desde su Nacimiento hasta su Ascensión, el modelo ideal, supereminente y santísimo del hombre nuevo. También se le llama segundo Adán, nuevo Adán y padre de la humanidad recreada” (La nueva creación del hombre, cap. 3).