Más de una decena de años de educación agustiniana le dio a San Antonio una fuerte cultura religiosa y científica. Pasando decididamente de la soledad de la oración y del estudio al apostolado militante, se vio preparado para la predicación, para la controversia, para la enseñanza, con el dominio seguro de la Sagrada Escritura y de los santos padres,
con un buen conocimiento de los clásicos y una magnífica erudición en las ciencias contemporáneas. Tiene un pensamiento teológico decisivo y a veces precursor, una elocuencia osada y vigorosa, una fantasía de artista, una viva y casi moderna concepción del valor de la cultura.
Siguiendo a Jesucristo, que comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar (Act 1,1), Antonio de Lisboa busca una total coherencia entre teoría y práctica. El ejemplo precede a la palabra. En el momento de su paso de esta vida a la otra, reveló a quien asistía al exclamar: “¡Veo a mi Señor! Siempre lo había visto a través de las criaturas y de la revelación.
Ponía así un sello a toda una vida centrada en Dios.
Bebió la doctrina en San Agustín (354-430) y, más recientemente, en los precursores de la Escolástica: San Anselmo (1033- 1109), autor del Monologium y del Proslogium, donde da el lema de la Teología y de la Filosofía medieval: “la Fe busca el entendimiento” y al mismo tiempo “Dios es algo en lo que no se puede pensar”; San Bernardo (1090-1153), un hombre de Dios (místico), sin dejar de ser un hombre de acción; Pedro Lombardo (+1160), autor del Liber Sententiaram, texto clásico de los cursos y de los tratados de Teología, la ciencia de Dios, el canto nuevo en contraposición al canto viejo de las ciencias mundana y lucrativas.
Nuestro santo bien podría repetir la oración mono- córdica del Padre San Francisco: “Todo lo que existe es nada, excepto amar a Dios”. Si Antonio es en verdad un maestro de Teología, más será aún maestro de oración. La profunda piedad que lo domina desde la infancia se refleja en su literatura, de modo muy concreto en las múltiples súplicas que dirige a la Santísima Trinidad y también a María Santísima.
A pesar de ser un predicador moralista, coloca el dogma como fundamento moral, dando primacía a Jesucristo Dios-Hombre, primogénito de toda la criatura, centro de la Sagrada Escritura y de la Historia. El Cristo centrismo, defendido por la Escuela Franciscana comienza a ser delineado por San Antonio. Teniendo en vista a sus destinatarios, no responde a cuestiones especulativas, sino que se limita a enunciar la verdad, conforme la encuentra en la revelación bíblica y en la interpretación de los Santos Padres, dentro del esquema propio del sermón y del cuadro litúrgico. No teme hablar de la humildad y pobreza de Jesús infante y de la pasión redentora del calvario. Si Jesús es el verdadero Dios, también asumió la naturaleza humana en su totalidad (con excepción del pecado).
Según nos muestra San Pablo (Col 1, 24) el cuerpo de Jesucristo es la Iglesia. Todos los cristianos conscientes de su bautismo saben que ella es santa en sí, pero, paradójicamente,
constituida por pecadores.
El tratado o manual antoniano Opus Evangeliorum ofrece un sustancial relieve a la eclesiología, considerando que la Iglesia es esposa y cuerpo místico de Cristo y tiene por finalidad la salvación espiritual de los hombres. Como tal, es una, es santa, a pesar de en ella existir pecadores, pues está como que entre el cielo y el infierno; es universal, abierta a judíos y gentiles.
La fe constituye la base de la Iglesia; la predicación de la Palabra de Dios está en el centro; los predicadores pueden oponerse a los prelados indignos. San Antonio denuncia el escándalo de comportamientos de quien pone las instituciones por encima del Evangelio: Si un obispo o un prelado de la Iglesia va contra un decreto de Alexandre o Inocencio, es inmediatamente acusado, convocado, convencido del crimen y depuesto. Sin embargo, si
comete un pecado grave contra el Evangelio, no hay nadie que lo acuse o reprenda.
(Extraido de la Coletanea de Estudos Antonianos,
Fr. Henrique Pinto Rema, OFM. Centro
de Estudos e Investigação de Sto. Antonio.
Págs. 488 y 489. Texto publicado el 20 de febrero
de 2001.)