Pero ¿quién no desea entrar en lo infinito y no en una tumba oscura donde solo hay tierra y nada más? “La vida del cuerpo es el alma, y vida del alma Dios”, decía San Isidoro de Sevilla.
Ante el mañana que nos ofrecen los ateos y materialistas, polvo nada más, yo prefiero decir como los espíritus angélicos ante la prueba que Dios les puso: “¡Quién como Dios!”
Este argumento de San Miguel convenció a muchos espíritus angélicos, otros con Lucifer tomaron la decisión equivocada de la independencia ante Dios.
Dicen que antes de la decisión por Dios o por la independencia de Él, los espíritus angélicos aún no habían visto a Dios, en nuestro lenguaje popular, cara a cara. Una vez tomada la decisión, unos y otros quedaron confirmados en ella ya sin posibilidad de retorno. Unos, con Dios, felices para siempre en su presencia, y otros lejos de Dios amargados y doloridos por su equivocada decisión.
La inteligencia superdotada del espíritu angélico Lucifer, que significa Estrella de la mañana, le llevó a la soberbia, y ésta a no querer obedecer a su Dios Creador. ¡Equivocada y fatal decisión! Esto se repite cada día también entre nosotros.
¿Qué cosa puede sustraerse a la acción del sol, acá abajo en la tierra? Tanto si se trata de un lirio como de un sapo, todo vive del sol. No hace falta ser muy inteligente para sentir que la inmortalidad atrae al ser humano. Es difícil sustraerse a este encanto, al sueño del alma que aspira al infinito. Muchas veces el deseo de la inmortalidad se nos presenta como fuerza de vida, llena de empuje, sobreabundante, parecida a esa fuerza que hincha la raigambre de las plantas en el mes de abril. Es que, como decía Amado Nervo, “el alma es un vaso que solo se llena con la eternidad”.