No deja de ser paradójico que la dichosa pandemia, que tiene en confinamientos intermitentes a media humanidad y nos ha obligado a imponernos rutinas domésticas de todo tipo, apenas ha logrado aumentar los momentos diarios dedicados a la contemplación.
O al menos esa es la impresión personal que tengo.
Precisamente cuando la vida “afuera” se complica vale la pena prestar la debida atención a la vida interior. O sea, ésa que no nos pueden arrebatar, porque depende sólo de nosotros mismos. Estoy convencido de que la única batalla posible que podemos plantear al estrés y el desánimo reinante es la oración. Y lo digo no porque yo sea el adalid de la contemplación y el misticismo, pues soy el primero al que le cuesta, sino porque la historia del cristianismo nos ha demostrado que incluso en los momentos más difíciles Dios sabe y quiere abrirse camino en nuestro corazón.
Así como Dios quiere entrar en nosotros, hablarnos y reconfortarnos, el Diablo busca lo
contrario… que nos distraigamos con cosas que, sin ser malas en sí mismas, nos ocupan más de lo debido y, a la postre, no llenan (lo último de Netflix, la cerveza insuperable, ese plan prometedor con los amigos). Intuimos que Jesús y la Virgen nos esperan unos minutos al día para dialogar y para encontrar ese espacio de verdadera paz, pero las excusas y justificaciones para no hacerlo siempre aparecen.
Unas palabras de Benedicto XVI en esas catequesis sobre la oración –a raíz de un episodio
del patriarca Jacob, cuando se enfrentó a un desconocido durante toda una noche, en el vado de Yavoc– resume bien esa pugna que todos nosotros libramos: “Toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro del Señor”.
Si queremos sacar el puñado de minutos de oración diaria que nuestra alma necesita y reclama, debemos comenzar pidiéndolo. No hay otra manera.
Porque si lo confiamos todo a nuestra simple voluntad, difícilmente perseveraremos. El primer paso nace de la humildad de sabernos pobres, flojos e inconstantes. Y de reconocerlo ante Dios para pedirle ayuda, lo cual automáticamente se convierte ya en oración.