Jesús lo anunció también a los apóstoles: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).; “Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16- 17); “el Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando lo que os he dicho” (Jn 14,26). San Pablo nos ha
advertido que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en nosotros y lo hemos recibido de Dios, gracias a haber sido rescatados por el precio de la Sangre de Cristo (1Cor 6,19-20). Y si el Espíritu habita en nosotros, vivimos según Él y no según la carne, deseando las cosas del Espíritu; el que posee el Espíritu de Cristo es de Cristo (Rom 8,5-9). En consecuencia, el Espíritu Santo hace posible en nosotros la vida divina, la vida de la gracia; hace posible que el Padre, el Hijo y el mismo Espíritu Santo habiten en nuestra alma. Hace posible que suceda en nuestra alma lo que Jesús expresa en el Apocalipsis: “Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Ésta es la inhabitación trinitaria en el alma, que es fuente inmensa de vida espiritual para el cristiano consciente de tal maravilla, pues de ella extrae una riquísima vida interior de unión con Dios, como la vivieron en su comunidad contemplativa la carmelita Santa Isabel de la Trinidad y en su vida seglar la oblata benedictina Beata Ítala Mela. Y por eso, como se canta en la secuencia del Veni Sancte Spiritus, llamamos al Espíritu Santo “dulce huésped del alma”. Y de aquí el deber de cuidar el estado y la salud de nuestra alma, arrojando de nosotros el pecado mortal y buscando las fuentes de la gracia (de ordinario, los sacramentos, la oración y las buenas obras); y el deber de alejar también todo pecado
de nuestro cuerpo y respetarlo como es debido, así como de vestir con decencia y modestia por el tesoro tan rico de vida divina que albergamos en nuestro interior.
Dones y frutos del Espíritu Santo
El Espíritu Santo nos concede sus siete dones para que seamos dóciles a sus inspiraciones, elevarnos hasta Dios y asemejarnos a Él: son los dones de sabiduría, de inteligencia o entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor de Dios (Is 11,2-
3). Son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu. Puede decirse también que son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.
Y el Espíritu Santo también nos concede sus doce frutos para la vida espiritual. Son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad (perseverancia), bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad (Gal 5,22-23).
San Juan de la Cruz emplea la imagen del austro o ábrego, del viento apacible que trae lluvias y hace germinar la vegetación y abrir las flores, para referirla a la acción del Espíritu Santo en el alma enamorada de Cristo, pues, “cuando este divino aire embiste en el alma, de tal manera la inflama toda, y la regala y aviva, y recuerda la voluntad y levanta los apetitos, que antes estaban caídos y dormidos en el amor de Dios, que se puede bien
decir que recuerda los amores de él y de ella”, aspirando por el huerto del alma para producir su perfeccionamiento en las virtudes (Cántico espiritual, canción XVII). Y como
dice San Basilio, “la familiaridad con Dios se da por medio del Espíritu Santo” (Tratado sobre el Espíritu Santo, XIX, 49), apartando y purificando al alma de los vicios y las pasiones y devolviéndole su imagen regia recibida de Dios (IX, 23).