Ya vimos su gusto por la vida de piedad durante la infancia. La antigua catedral de Lisboa lo atraía; no le bastaba con asistir con los amigos a los largos oficios litúrgicos de la catedral, disfrutaba visitándola en los ratos libres. Se arrodillaba ante el sagrario; invocaba a la Reina de los Cielos a quien amaba con filial ternura; era ahí a donde iba a buscar en los momentos dolorosos de la tentación la fuerza para vencer al enemigo.
También en San Vicente de Fora solía arrodillarse ante las reliquias del ilustre mártir, que allí se veneraban, para pedir su protección.
Desprecio de las vanidades del mundo
Joven, rico, poseyendo los más seductores dones del espíritu y del corazón, perteneciendo a una ilustre familia, veía abrirse ante sí un futuro brillante. El mundo le guardaba las alegrías y las honras; el piadoso adolescente sólo tenía que extender la mano para cogerlas. Pero en esta edad despreocupada en que la mayor parte se deja fascinar por el placer y por la gloria, el Santo desprecia los bienes perecibles. Renuncia a la fortuna, a la familia, a la libertad; se encierra en un claustro.
Estudio y oración
La piedad ingenua del niño se transformó a lo largo de los años. Se hizo más varonil y más firme, sin perder nada de su sinceridad. Novicio, profeso, joven sacerdote, nuestro Santo destacaba siempre por su recogimiento. Dividía el tiempo entre la oración y el estudio; por cierto, este último, practicado incansablemente bajo la mirada de Dios y teniendo como único fin la Sabiduría divina, se convertía para el diligente religioso en una verdadera oración.
Pero la vida tan regular y recogida que lleva entre los Canónigos de Santa Cruz, ya no satisface a su ardor. Desea una austeridad más rigurosa, una perfección más elevada, un despojamiento más completo. Ansía las heroicas aventuras que hacen los mártires; sueña con predicar la fe a los infieles y derramar su sangre por Jesucristo. Para alcanzar ese fin, viste el burel franciscano; abandona su patria, impaciente por enfrentar a los verdugos por la gloria del Señor. El amor que llena de entusiasmo su corazón de joven fraile es sin duda intensísimo, pues no hay caridad mayor que la de dar la vida por el Amigo divino.
Gran decepción
La providencia recusa a Antonio el martirio, tan ardientemente deseado. ¿Qué importa? Si no puede derramar la sangre de una sola vez, irá a derramarla día a día, en esa lenta inmolación exigida por la perfección religiosa. Realizará lo mejor que pueda el ideal evangélico que el Patriarca de Asís propone a sus hijos.
Después de ser recibido por los frailes menores, Antonio perfeccionó aún más la contemplación. Recién llegado a la familia seráfica, desconocido de los otros religiosos que no sospechaban su valor, durante varios años, en Montepaulo (Emilia Romana), llevó una vida puramente eremítica. Sin más libros que el breviario, pasaba los días en una gruta, absorto, perdido, inmerso en sus coloquios con el Cielo. Al igual que el glorioso solitario de quien tomara el nombre, lamentaba que la veloz fuga de las horas le arrancase tan pronto de los misterios divinos.
Antonio siguió la vida privilegiada de la contemplación; fue en la oración continua y profunda en donde su corazón se inflamó de amor.
(Extraído del libro San Antonio de Padua. P. Thomas de Saint-Laurent. Editado por El Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)