San Antonio es uno de los más admirables taumaturgos que han aparecido en la Iglesia; debe su inmensa popularidad a los numerosos prodigios que realizó en vida y después de su muerte. Trazaríamos una imagen incompleta de él si pasásemos en silencio el poder extraordinario que Dios le comunicó.
Cristo concedió el don de los milagros a los primeros predicadores del Evangelio para marcar con el sello divino su palabra. Era necesario probar con señales indudables la doctrina del Maestro y conducir así a los infieles a la verdadera religión.
También Antonio ejerció su ministerio junto a los infieles; tuvo que defender muchas veces los dogmas de nuestra fe ante los herejes –patarenos, cátaros y albigenses– que pululaban en el sur de Francia y norte de Italia. Los raciocinios teológicos no eran suficientes para convencer estos espíritus llenos de prejuicios; el Santo recurrió al argumento irresistible del milagro.
Apoyado en numerosas manifestaciones sobrenaturales, el ministerio del Santo produjo frutos abundantes.
Bilocación
Sobrecargado de trabajo y aplastado por las tareas apostólicas, nuestro taumaturgo experimentaba a veces una cierta dificultad en conciliar los deberes de religioso con el ardor de su celo. Si, por un lado, hacía cuestión de cumplir puntualmente las obligaciones conventuales, le repugnaba por otro rechazar los sermones que le pedían. En los casos difíciles usaba el poder maravilloso que había recibido.
En el día de Pascua de 1224, debía predicar al mismo tiempo en la catedral de Monpelier y cantar el gradual y el aleluya en la misa conventual. Encontró el medio de cumplir las dos funciones.
Subió tranquilamente al púlpito; habló ante el obispo, el clero y una inmensa multitud deseosa de escucharlo. Súbitamente paró el discurso, cubrió la cabeza y quedó absorto en un profundo recogimiento. En ese preciso momento, los frailes menores lo vieron en su capilla, en donde desempeñó devotamente su papel.
En la catedral, el pueblo extrañaba este silencio extraordinario y pensó que se trataba de un éxtasis. Pasados algunos instantes, el orador volvió en sí y acabó el sermón. Los fieles, sospechando algún misterio, quisieron saber la verdad. Hicieron una pesquisa y comprobaron que el predicador había realizado uno de esos prodigios de bilocación tan raramente constatados, hasta en la vida de los mayores Santos.
“Vida de San Antonio” Editado por El
Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)