Tres mil religiosos respondieron a la convocación del bienaventurado fundador. Llegados de las regiones más diversas. Francisco se sentaba humildemente a los pies de
fray Elías, al que había escogido como vicario general, y se limitaba a sugerirle algunas observaciones.
Habituado a la regular ordenación de la vida monacal, Antonio contemplaba con admiración este espectáculo nuevo para él. Respiraba en silencio el purísimo perfume del Evangelio, con el que el Patriarca seráfico impregnaba su obra. Habiendo ingresado hacía poco tiempo en los frailes menores, habló poco. Nadie lo conocía; nada había en él que despertase la atención de los hermanos. El propio San Francisco pareció no percatarse del joven religioso, que debería en breve hacer resplandecer en su Orden nuevos rayos de gloria. Si, como algunos biógrafos sustentaron, San Francisco fue esclarecido sobrenaturalmente, nada dejó entrever; estaba muy al par de las vías interiores para sacar prematuramente a nuestro Santo de la oscuridad en que Dios modela sus grandes obreros antes de darlos a conocer al mundo.
Antonio no procuró ponerse en destaque. Mantuvo escondidos su origen, su ciencia, la sed de apostolado. Comprendía bien la heroica paradoja: muriendo a sí mismo se llega a la plenitud de la vida.
El Capítulo General llegaba a su fin. Los religiosos se dispersaron, dirigiéndose cada uno al puesto que le designara la obediencia. Antonio permanecía sin tarea. Se dirigió a fray Graciano, provincial de Romania, y le pidió que le llevara consigo, si el vicario general lo consentía. El asunto fue rápidamente decidido. El provincial partió, pues, con Antonio, sin saber exactamente qué misión le debería confiar; pero al darse cuenta durante el viaje que su compañero era sacerdote, le dio como residencia el pequeño cenobio de Montepaulo, cerca de Forlivio. Antonio debía servir de capellán a los religiosos, que allí se preparaban en la soledad para las labores del ministerio apostólico.
En este piadoso retiro, el Santo llevó durante varios meses una vida puramente contemplativa. Pasó gran parte de los días en una gruta próxima al convento, absorto en
oración. Al caer la noche, salía de tal modo fatigado de sus largas conversaciones con el Cielo, que se tambaleaba a veces al volver al monasterio. Las llamas de amor ya le consumían, porque nuestro Dios es un fuego devorador.
Antonio unía a la oración el trabajo manual. Se ofrecía de buena voluntad para los más humildes trabajos domésticos. Le veían silencioso y sonriente barriendo la casa y lavando los platos. Desempeñaba este servicio con tal facilidad y alegría, que a sus espaldas pensaban que no era capaz de hacer otras cosas.
Hasta que un acontecimiento imprevisto interrumpió bruscamente esta existencia de recogimiento y humildad, mostrándole como un maestro incomparable.
No se sabía qué admirar más en él: si la erudición tan amplia y segura, o la humildad prodigiosa con la que había escondido durante tanto tiempo estos inestimables tesoros.
“Vida de San Antonio” Editado por El
Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)