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Conocer y amar a Jesucristo

Escritor

Así lo propone el famoso libro de la corriente espiritual de la devotio moderna titulado De la huida del mundo (De contemptu mundi), más conocido como Imitación de Cristo, atribuido por lo general a Tomás de Kempis, aunque también se han postulado otros posibles autores como el teólogo francés Juan Gersón y el monje benedictino Juan Gersén, abad de Vercelli.

 San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, aspira a obtener del ejercitante su identificación y configuración con Cristo, por medio de la ayuda de la gracia divina. Por ejemplo, en el tercer preámbulo de la meditación de la Encarnación propone “demandar lo que quiero: será aquí demandar conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga” (EE, 104). Y el curso de las meditaciones sobre los misterios de la vida de Cristo procuran que el ejercitante recree las escenas contempladas mediante aspectos como la “composición de lugar” y que se introduzca de forma pasiva o incluso activa en ellas. Es algo que ya previamente había deseado para el lector Ludolfo de Sajonia, “el Cartujano”, en la Vita Christi (Vida de Cristo), obra que tanto influiría en la “conversión” de San Ignacio durante su recuperación en la casa-torre familiar de Loyola.

Pidamos, como discípulos de Cristo, lo mismo que vivió San Pablo en su propia persona a raíz del cambio profundo que el Redentor obró en su vida: “Estoy crucificado con Cristo (confixus sum cum Christo in cruce) y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,19-20); “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir” (Flp 1,21). Aspiremos a una identificación total con Cristo, pidiendo esta gracia al Espíritu Santo. Y en la serie de artículos que ahora comenzamos, pidamos esto en concreto con respecto a la oración y la contemplación de Jesús orando.

La oración

Santa Teresa de Jesús, al hablar de la oración mental, ofrece una preciosa definición sobre lo que es la oración; dice ella que es “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Libro de la vida, cap. 8, 5). Es decir, tratar con un amigo, con el mejor de los amigos, que sabemos que siempre nos ama.

Volveremos sobre este aspecto al referirnos al trato de Moisés con el Señor. Pero adelantemos ahora algunas valoraciones, recordando que San Ignacio propone en cierto

momento de los Ejercicios hacer un coloquio orante contemplando a Cristo en la Cruz, “hablando así como un amigo habla a otro o un siervo a su señor” (EE, 53-54). Esto se puede extender realmente a muchos momentos de la vida del cristiano. Vemos en la primera propuesta ignaciana la visión de la oración como tratar de amistad, la confianza absoluta en el amigo. Y en la segunda, descubrimos también al Íñigo de Loyola militar que tiene la visión del caballero cristiano medieval, con fidelidad y reverencia hacia su señor, que en este caso es ya el Señor de los señores; es un aspecto del santo temor de Dios, del temor filial, del temor reverencial del hijo hacia el padre (aquí, el Padre celestial), que es una vertiente del amor.

La propuesta de San Ignacio contemplando a Jesucristo clavado en la Cruz nos lleva a considerar que ha sido ahí, en la Cruz, donde se nos ha manifestado sobreabundantemente todo el amor de Dios hacia los hombres, hacia cada uno de nosotros, hacia mí en concreto. Porque el amor de Dios es un amor personal que sólo pide en correspondencia mi amor. Esta idea de la amistad divina en la oración también la tiene otro gran autor espiritual español del siglo XVI como es San Juan de Ávila. Él la refiere especialmente al sacerdote en la Santa Misa, donde dice con acierto que entre Dios y el sacerdote existe y se establece un “amigable trato y particular familiaridad” (Tratado sobre el sacerdocio, 10). Pero podemos hacer extensible esta consideración al resto de cristianos, tanto en la Santa Misa como en la oración.