El curso está terminando, llega el buen tiempo y el final de las clases. En el internado de las Hermanas de la Caridad se celebra el cumpleaños de la madre superiora. Las niñas acuden a felicitarla. Entran en fila en la amplia estancia, guiadas por las hermanas maestras. La ganadora del concurso de redacción lee un discurso en nombre de todas. La vemos muy aplicada en su declamación. A su lado, una niña más pequeña mantiene con gracia un ramo de flores, aguardando su turno. Luce el mejor de sus vestidos, blanco y azul, recogido con un gran lazo en la cintura. Detrás, avanzan dos con la imagen del fundador, el gran San Vicente de Paul, seguidas por el resto de las niñas, algunas aún en el corredor. Todas con flores cortadas esa mañana en los campos del colegio. Otra le lleva una maceta con geranios rojos, probablemente plantados por ella misma en el invierno.
Por su parte, la madre superiora las recibe sentada en un austero butacón de madera torneada, un tanto desgastado, con grandes brazos y respaldo alto, tapizado con un paño floreado que ha perdido el color. Apoya uno de sus pies sobre un pequeño escabel, mantiene el torso erguido con naturalidad, sin tocar el respaldo, y las manos sobre el hábito, junto al rosario, con paciente disposición. La expresión de su rostro parece un tanto indiferente a las muestras de devoción que recibe: sabe que le son dirigidas a lo que representa, como superiora, más que a su persona. Pero su actitud es acogedora, amable, amenizando el respeto que impone entre las alumnas su cargo.
Unos pasos por detrás, en pie, le asisten dos religiosas que observan agradadas el filial homenaje. La gran chimenea del centro de la estancia, con un cuadro de Cristo paciente, como Ecce Homo, coronado de espinas y con una caña por cetro, recibiendo no homenajes sino insultos y oprobios, aporta un toque solemne y casero a la escena, completado por esa mesa de apoyo cubierta con un colorido paño y la amplia alfombra que realza la dignidad del puesto de superiora.
Autoridad y bondad en la religiosa, mansedumbre y sublime majestad en el Cristo ultrajado del cuadro.
Basile de Loose nació en Zele, (Bélgica) en 1809. Su padre, pintor también, le enseño el oficio. Sufrió la muerte prematura de su madre, cuando estaba a punto de cumplir 12 años. Era el sexto hijo. Se formó en Amberes y en 1835 estaba activo en París. Sus retratos y pinturas de género, en los que a menudo se idolatra la vida familiar, recuerdan al artista austriaco Ferdinand Georg Waldmüller. De Loose es el representante más importante del sentimiento “Biedermeier” en los Países Bajos. Sus escenas, a veces consideradas melancólicas, superan el trabajo de sus contemporáneos por su sentido del humor y su superioridad técnica. A partir de 1829, encontramos su nombre entre los participantes y ganadores de salones, tanto en Bélgica, Holanda y Francia. Completó su formación, de 1829 a 1831, realizando cursos en la Academia de Amberes, bajo la dirección del pintor Van Bree. Murió en Bruselas el 24 de octubre de 1885.