La familia carmelitana ha invocado siempre al profeta Elías como “Nuestro Padre San Elías”, lo ha considerado el primer carmelita y lo ha representado en su iconografía con hábito de la Orden, ya que ciertamente fue en el Monte Carmelo donde venció a los falsos profetas del dios Baal y terminó drásticamente con ellos, en defensa del culto a Yahvé, el único Dios verdadero y Dios del pueblo de Israel, frente a cualquier abominación idolátrica (1Re 18,20-40).
La carta de Santiago, teniendo presente el pasaje narrado por el primer libro de los Reyes, incide en la fuerza que posee la oración del justo, como sucedió con la oración de Elías, quien oró para que no lloviera y alcanzó así de Dios que hubiera una sequía de tres años y medio para que se produjera una conversión hacia el Señor, y luego rezó para que lloviera y el cielo se abrió, dio la lluvia y la tierra produjo su fruto(1Re 17,1ss; 18,41-45; St 5,16- 18).
Pero tal vez el episodio más precioso que nos puede ayudar a comprender la maravilla de la oración y la acción del Espíritu Santo en nuestras almas sea la teofanía o manifestación de Dios al profeta en el monte Horeb o Sinaí. Con motivo de la persecución desencadenada por la idólatra reina Jezabel, esposa del rey Ajab, contra Elías, éste huye por el desierto, donde, protegiéndose del sol y descansando bajo una retama, llega a pedir la muerte al Señor al comprobar que sus fuerzas desfallecen. Pero es entonces cuando la grandeza y la misericordia de Dios se vuelven hacia él y recibe fuerzas para marchar hacia el monte Horeb, “el monte de Dios” (1Re 19,1- 9). Por lo tanto, el desierto aporta al ser humano experimentar la propia debilidad, la tentación y, contrariamente, la poderosa acción de la gracia divina. Será la experiencia que los monjes vivirán siglos más tarde al retirarse al desierto.
En el Horeb, ciertamente, tiene lugar la preciosa teofanía de Dios a Elías. Allí hace algo que será también un ejemplo para los monjes del futuro: se refugia en una cueva, como eremita. Y allí le habla el Señor, al que responde el profeta: “Ardo en celo por el Señor,
Dios del universo (Yahveh Sabbaoth, Dios de los ejércitos), porque los hijos de Israel han abandonado tu alianza” (1Re 19,9-10). Es entonces cuando, ante la orden que Dios le da para que permanezca atento y vigilante, se producen tres fenómenos majestuosos de la naturaleza que anuncian la llegada del Señor, pero en los que no está propiamente el Señor: un huracán, un terremoto y un fuego. Y a continuación: “Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se mantuvo de pie a la entrada de la cueva”, y el Señor le habló (1Re, 19,11-18).
Es precioso considerar que, si bien el huracán respondía al paso del Señor, donde Dios realmente se manifiesta a Elías es en ese “susurro de una brisa suave” (1Re 19,12). Es decir, más que en lo majestuoso, extraordinario y llamativo, la forma de hablar del Espíritu de Dios, el Espíritu Santo que ilumina a los profetas y en este caso a Elías, es de una manera dulce y suave que penetra en la profundidad e intimidad del alma. Hoy muchas veces (en realidad ha sucedido siempre, pero actualmente se observa en algunos
grupos en especial), se pretenden alcanzar manifestaciones llamativas y extraordinarias de Dios y de su Santo Espíritu, incluso se provocan caídas de personas al suelo como anuncio de un nuevo Pentecostés y se llega a veces a lo estrambótico. Pero vemos que el Espíritu Santo, que no es un nuevo descubrimiento, sino que siempre ha actuado en la Iglesia para la santificación de ella misma y de todos los fieles, prefiere actuar de otra manera mucho más delicada, suave y sencilla, llevando a cabo dulces mociones en el alma.
En este punto, es oportuno traer a colación la bellísima imagen que presenta San Juan de la Cruz acerca de la acción del Espíritu Santo en el alma, comparándola con el austro o ábrego, el suave viento del sur que trae la lluvia fina y hace germinar las hierbas y las plantas y abrir las flores y derramar su olor. A partir de esta imagen, el Doctor Místico explica cómo el Espíritu Santo irriga el alma aspirando por ella y haciendo que germinen en ella las virtudes y se crezca en el perfeccionamiento de las mismas: “Detente, cierzo muerto,/ ven, austro, que recuerdas los amores,/ aspira por mi huerto/ y corran sus olores,/ y pacerá el Amado entre las flores” (Cántico espiritual, canción XVII).