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Nunca traicionó la confianza de sus devotos

Escritor

Acababa de ser inhumado San Antonio en Padua, en la iglesia de los Frailes Menores, y ya comenzaban a afluir los fieles junto a su túmulo. De todas partes venían peregrinos para venerar los restos de este hombre tan extraordinario que había entusiasmado a multitudes por la palabra y por los milagros. Tenían tal respeto ante ese sepulcro glorioso, que se quitaban el calzado para aproximarse; los más nobles caballeros, los mayores personajes invocaban en esta humilde postura a aquel que consideraban su poderosísimo protector.

Las velas ardían sin cesar ante su túmulo. Algunos de esos cirios, cuenta con admiración un antiguo cronista, eran decorados con delicadas pinturas; otros pesaban tanto que se necesitaban dos juntas de bueyes para arrastrarlos.

Antonio nunca traicionó la confianza de sus devotos: curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, multiplicaba los prodigios. Pormenor digno de nota: para beneficiarse de sus favores era necesario aproximarse previamente a los sacramentos. Tal era la afluencia de penitentes, que los religiosos del convento no daban abasto para atender las confesiones.

El Papa Gregorio IX se conmovió ante estas manifestaciones populares; tras un maduro examen, canonizó solemnemente al Siervo de Dios, el día 30 de mayo de 1232. No había transcurrido todavía un año siquiera de la muerte del nuevo Santo.

Este entusiasmo inicial no disminuyó. La devoción a San Antonio de Lisboa se extendió por toda la cristiandad; muy lejos de declinar con el tiempo, alcanzó durante el siglo XIX un aumento estupendo.

En nuestros días encontramos en la mayor parte de las iglesias la imagen del gran taumaturgo con el Niño Jesús en los brazos. Como sus antecesores de la Edad Media, los fieles de nuestra época imploran la protección de San Antonio y encienden velas en su honor; innumerables ex votos proclaman que fueron atendidos. San Antonio goza de inmenso crédito ante Dios, porque se elevó a una altísima perfección. Curiosamente, su vida fue corta: murió a los 36 años. Alma privilegiada en la que la fuerza estaba unida a la ternura, alma heroica y encantadora, que en el silencio de la contemplación encontró el secreto de su elocuencia sobrehumana y alcanzó la gloria a través de las humillaciones voluntarias.

Pasó la mayor parte de su existencia ignorado por casi todos; solamente consagró nueve años al ministerio de la predicación; pero su apostolado, fecundado por una virtud admirable y por milagros portentosos, dejó en la historia trazos indelebles.

“Vida de San Antonio” Editado por El Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)