Ya que sigo convencido de que dicho mensaje puede y debe interesar a la juventud en general y a nuestros lectores en particular.
De entre los múltiples desafíos a los que se enfrenta nuestra sociedad, hay uno que destaca por su creciente gravedad. Y es -espero no sonar muy filosófico- el de la importancia, más acuciante que nunca, de cultivar el espíritu en nuestras vidas. Por eso tantas y tantas instituciones educativas se están sumando cada vez más a la iniciativa de prohibir teléfonos y tablets en las aulas: porque las pantallas nos distraen y nos obligan a dirigir la mirada hacia fuera. Con ellos, perdemos capacidad de autorreflexión y de vernos reflejados en el prójimo, porque no le miramos a los ojos.
Es más fácil chatear y coquetear por redes sociales que en persona. ¿Por qué? Una posibilidad es porque por teléfono podemos manejar los tiempos: podemos calcular con más facilidad la reacción del otro, podemos desplegar incluso otra personalidad y, sobre todo, podemos pensar mejor en nuestra respuesta… qué y cómo vamos a responder. El tema del miedo, del que hablé en el anterior artículo, aparece aquí: a menudo preferimos las redes sociales porque tenemos miedo de cómo vaya a reaccionar esa chica o ese chico cara a cara. A la distancia, en cambio, sin ver el rostro de nuestro interlocutor, nos sentimos más seguros.
Deseo, en fin, animar a todos los jóvenes, así como a todos los que guardan algún tipo de vínculo personal con ellos, a que no pierdan esa actitud reflexiva tan necesaria. Que lean a diario unos minutos -no importa si es el periódico, una novela, la Biblia o un libro de autoayuda-, que se den de vez en cuando momentos de silencio, que renuncien al celular, a las redes sociales, a la computadora o a la televisión para disfrutar más de quienes están a su lado y de ellos mismos. Recuerden la frase del poeta Machado: “Cuando el mundo se calla, habla el hombre que siempre va contigo”.
No está muy lejos la reflexión del poeta castellano de la que siglos atrás nos había hecho Jesucristo: “Cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre a escondidas. Y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará” (Mt 6,6). Cerrar la puerta, aislarse por unos momentos, recoger los sentidos para escuchar la voz de nuestra conciencia y para repasar qué hemos hecho bien y mal, cómo vamos a solucionarlo… en definitiva, conocernos un poco más de tiempo y espacio para valorar quiénes somos, identificar el sinfín de dones que hemos recibido y poder servir así mejor a los demás.