Es frecuente que esto ocurra sin que nos demos cuenta siquiera, pero el hecho es que esa ansiedad nace de mirarnos mucho el propio “ombligo”.
Si el tiempo que dedicamos a lo que nos gusta, nos apetece, nos molesta o nos duele lo invirtiéramos en los demás y en lo que ellos están experimentando, creo que casi todas esas cuestiones se disolverían como azucarillos en un vaso de agua.
Nos lamentamos, por ejemplo, de que “este año no nos hemos cogido vacaciones” o que “no ganamos suficiente sueldo”, sin caer en la cuenta de que cientos de miles de personas este año, o el año pasado, han estado atravesando duras enfermedades que les tienen postradas en la cama sin posibilidad alguna de moverse; o sin caer en la cuenta de que nuestra aparentemente escuálida nómina es un mundo para los habitantes de docenas de países.
Esto se aplica a todo tipo de ámbitos, no sólo el material. Ahora que se acercan las festividades navideñas, a varios de los lectores seguro que les esperan jornadas algo solitarias, quizá porque las pasarán lejos del hogar familiar. Pero seguro que resultan más soportables que las de un sinfín de personas que en este 2020 han perdido a seres queridos por culpa de guerras, exilios, atentados terroristas o el doloroso Covid-19.
Nosotros, los cristianos, podemos traducir esta idea en un mensaje positivo: la de admiración. Porque cuando nos lamentamos con frecuencia, regodeándonos en las desgracias que nos mortifican, tendemos a ignorar al prójimo. Olvidamos sus muchas virtudes, su idéntico –o, insisto, su mayor- sufrimiento, y consideramos innecesario reconocer sus virtudes. Basta con levantar la vista del ombligo al que aludía antes para enfocarnos en lo que los demás están viviendo y merecen. Es, en definitiva, el cambio del “yo, mi, me, conmigo” al “tú, tu, te, contigo”.
Si miramos a Jesús en la Cruz, comprobaremos que, pese a ese dolor físico y espiritual tan descomunal que estaba experimentando minutos antes de morir, sus primeras palabras de exclamación fueron para dirigirse a su Padre: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 24). ¿Qué mayor ejemplo de caridad hay? No sólo estaba preocupado por quienes le estaban torturando, sino que pedía por su perdón y esperaba que rectificaran. Es la consecuencia de todo acto generoso: que reporta felicidad auténtica. Como decía la Madre Teresa de Calculta, “no siempre podemos hacer grandes cosas, pero sí podemos hacer cosas pequeñas con gran amor”.