Sin embargo, al lado de estos elementos positivos, el fascismo aspiraba por su tendencia totalitaria al control de la vida social italiana y de la actividad católica en muchos puntos. De ahí que, ante el intento de monopolio estatal en la formación de la infancia y de la juventud y los impedimentos al desarrollo libre de la Acción Católica y de otras asociaciones católicas, Pío XI publicó en 1931 la encíclica Non abbiamo bisogno, en la que condenaba tales actitudes y denunciaba “una ideología que explícitamente se resuelve en una verdadera estatolatría pagana, en abierta contradicción, tanto con los derechos naturales de la familia, como con los derechos sobrenaturales de la Iglesia” (n. 23).
De Pío XII a Juan XXIII
El Venerable Pío XII tuvo muy presente el tema social en bastantes de sus alocuciones y decidió cristianizar y santificar la Fiesta del Trabajo (1 de mayo) instituyendo para ese día la memoria de San José Obrero.
Pero sería San Juan XXIII quien en 1961 diese otra encíclica sobre la cuestión, Mater et Magistra, que adoptaba en muchos aspectos un estilo nuevo, pues aparecían en menor medida las consideraciones morales y se entraba más de lleno en las propiamente sociales: las desigualdades e injusticias en la estructura de la empresa, en la agricultura, en las diferencias regionales y a nivel mundial entre países desarrollados y subdesarrollados, etc. Así, en la Doctrina Social de la Iglesia se había ido pasando desde la tradicional cuestión capital-trabajo a unas proporciones mayores, incluso universales.
En 1963, San Juan XXIII promulgó la encíclica Pacem in terris sobre la paz entre todos los pueblos, en el marco histórico de la “Guerra Fría” entre el Occidente y el mundo oriental comunista. En ella ofreció una relación de los derechos y de los deberes naturales del hombre desde unos fundamentos que pueden sustentarla con solidez, pues sólo sobre el orden natural creado por Dios pueden reconocerse tales derechos, y no sobre una base meramente consensual de origen exclusivamente humano. El Papa, en efecto, hacía una afirmación de la Ley Natural inscrita por Dios en el corazón de todos los hombres como auténtico fundamento e incidía en el valor completamente transformador que ha supuesto la obra redentora de Jesucristo: “La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios” (n. 1). “En lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente […] (cf. Rom 2,15)” (n. 5). “En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto” (n. 9, cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942; y Juan XXIII, discurso del 4 de enero de 1963). “Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna” (n. 10).
Este planteamiento doctrinal de San Juan XXIII es absolutamente distinto del que nos encontramos como fundamento ideológico de origen masónico en otras declaraciones de los derechos del hombre. En la encíclica de Juan XXIII, la afirmación y la enumeración de los derechos y de los deberes de la persona humana derivan de Dios como creador y del orden natural por Él dispuesto y recreado en virtud de la obra redentora de su Hijo Jesucristo; ello supone, pues, un reconocimiento explícito de la soberanía suprema de Dios creador y providente. La dignidad de la persona humana sólo puede nacer de su condición de criatura salida de las manos amorosas de Dios y de su elevación a la categoría de hijo adoptivo de Dios gracias a la Redención de Jesucristo, que se transmite por el Bautismo.