“Ya vienen los reyes por el arenal…”.
Bruscamente, María Mercedes interrumpió la canción y, saltando de alegría, se dirigió a sus primos diciéndoles:
-Fernando, Juanito, ¿os habéis dado cuenta de que mañana va a ser el día de Reyes y que los Magos de Oriente van a venir con regalos para los niños?
-Sí, exclamó Fernando, el mayor. Hoy Melchor, el rey de la barba blanca, me dejará los soldaditos de plomo que le he pedido.
-Y yo, contestó Juanito, a partir de mañana temprano, empezaré a tocar el tambor que me traerá el rey Baltasar, el monarca que tiene la piel de ébano y dientes de marfil…
-Pues yo espero conseguir una muñeca grande, con la cara de porcelana y muchos vestidos de colores. ¡Ah…!, cómo me gustaría ver al buen rey Gaspar, procedente de las regiones de la India, con su turbante azul tan elegante, adornado con plumas blancas…
-¡Mercedes!, replicó Fernando con severidad, mi madre siempre dice que a los Reyes Magos no les gusta ser sorprendidos por los niños, y si nos despertamos a mitad de la noche se van y no nos dejan nada.
-Sí, asintió la pequeña, pero si Gaspar se dejase ver al menos una vez… Si yo pudiese admirar sus preciosas ropas, sus negros ojos y su bondadosa sonrisa… Incluso porque me gustaría agradecerle todos los regalos que me ha traído a lo largo de mis seis años.
Después de haberse despedido de sus primos para volver a encontrarse al día siguiente, María Mercedes se fue a dormir ansiosa y feliz. Le costó conciliar el sueño, imaginando la llegada de Gaspar, con su manto cubierto de piedras preciosas y su maravilloso turbante azul rematado con plumas de cisne. ¿Cómo sería la bonita muñeca que le iba a traer? Seguramente que iría acompañada de ricos dulces y caramelos. Mientras pensaba en eso, se durmió…
El reloj de péndulo de su abuelo que estaba en el salón, no obstante, la despertó con sus fuertes toques:
-Diez, once, doce… ¡Medianoche! ¿Habrá venido ya Gaspar?
Se levantó de la cama y bajó con decisión las escaleras, de puntillas, para ver si los regalos ya habían llegado. ¡Qué extraño! La puerta del salón estaba entreabierta y dejaba escapar un haz de luz tenue y dentro se oían algunos ruidos. El corazón de Mercedes se puso a latir aceleradamente: ¡Era el rey Gaspar! ¡Lo iba a ver con sus propios ojos!
La niña se acercó a la puerta. Sobre la mesa del salón estaba una linterna que iluminaba el ambiente. Junto a la chimenea, sus zapatos rebosaban de caramelos y al lado de éstos había muchos paquetes envueltos en papel rojo y dorado. En el fondo de la sala se movía una sombra cerca del mueble donde se guardan los candelabros y los cubiertos de plata de la familia. No aguantó más y entró resolutamente diciendo:
-Muchas gracias rey Gaspar por haberme traído tantos regalos que no merezco. Pero ¿dónde está su camello? ¿Ha venido a pie?
Sorprendido, el desconocido se volvió… ¡Oh decepción! En vez de turbante, usaba una gorra gris oscuro; en vez de ropajes suntuosos, ropas desgastadas; en vez de una afectuosa sonrisa, la miraba con una dura y amenazadora expresión; y en vez de un saco de terciopelo con regalos… llevaba una vulgar bolsa. Aterrada, la pequeña rompió en llanto y, lanzándose a sus pies, exclamó:
-¡Perdóneme, señor! Seguro que el rey Gaspar no ha podido venir y le ha enviado a usted en su lugar. Deseaba tanto conocerlo… No se enoje conmigo por haberle visto. ¿No se llevará de vuelta mis regalos, verdad? ¿No será que para castigar mi indiscreción se llevará los cubiertos y candelabros de plata de mamá y el reloj de oro de papa? ¡Oh, no! ¡No lo haga, ellos no tienen la culpa!
A medida que hablaba, manifestando su infantil aflicción, la fisonomía del hombre iba cambiando: sus rasgos se suavizaban, su mirada se volvía dulce, casí conmovido. Entonces, en voz baja, murmuró:
-No te preocupes, pequeña, no me voy a llevar tus juguetes, ni las cosas de tus padres…
Y uniendo el gesto a la palabra, sacó de la bolsa los objetos de plata y el reloj, y lo puso todo en su sitio, con el cuidado de no hacer ningún ruido. Después dijo:
-¡Que el rey Gaspar te bendiga y seas feliz mañana con tus regalos! Vuelve a la cama y duerme tranquila, porque en el Cielo los ángeles se alegran contigo.
Y saltando por la ventana desapareció.
María Mercedes, que se caía de sueño, volvió a su cuarto y se adormeció tranquilamente, soñando con los paquetes rojos y dorados que la esperaban…
Por la mañana, cuando su familia se dirigía hacia la iglesia para asistir a la Misa de la Epifanía, un desconocido, con los ojos cargados de lágrimas, abordó al padre de la niña, en el fondo del templo, y le dijo:
-Hoy su hija me ha librado de cometer un gran pecado. Acorralado por la necesidad, estuve a punto de robar todo lo que había de valor en su casa. Sin embargo, la inocencia de la pequeña salvó mi alma. ¡Benditos sean los santos Reyes Magos que me obtuvieron semejante gracia!
Algún tiempo después, Joaquín -así se llamaba ese “buen ladrón” - estaba feliz y satisfecho. La humilde confesión de su culpa conmovió el corazón del padre de la niña que, premiando la rectitud y honestidad reencendidas en el alma del pobre hombre, le ayudó a conseguir un buen empleo.
Ahora, cada vez que Joaquín se cruzaba con Mercedes, recordaba la gran lección que aprendió aquella Noche de Reyes: no hay nada en el mundo que se pueda equiparar a la alegría de la inocencia.
(Tomado de la Revista “Heraldo del Evangelio”)