En aquel tiempo, cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna.
Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron:
- Pasa Jesús Nazareno.
Entonces gritó:
- ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!
Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte:
- ¡Hijo de David, ten compasión de mí!
Jesús se paró y mandó que se lo trajeran.
Cuando estuvo cerca, le preguntó:
- ¿Qué quieres que haga por ti?
Él dijo:
- Señor, que vea otra vez.
Jesús le contestó:
- Recobra la vista, tu fe te ha curado.
Enseguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios.
Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.
Comentario Papa Francisco
El pasaje del evangelio del ciego de Jesús representa la “primera clase de personas” que puebla la narración del evangelista Lucas: un hombre que no tenía nada pero que quería la salvación, quería ser curado, y por lo tanto grita más fuerte que el muro de la indiferencia que lo rodea hasta que vence su proposíto y consigue llamar a la puerta del corazón de Jesús. Los discípulos pretendían callar al ciego para evitar disturbios y alejar “al Señor de una periferia”. Esta periferia no podía llegar al Señor, porque este círculo -pero con buena voluntad ¿eh?- cerraba la puerta. Y esto sucede con frecuencia, entre nosotros creyentes: cuando hemos encontrado al Señor, sin que nosotros nos demos cuenta, se crea este microclima eclesíastico. No sólo los sacerdotes, los obispos, también los fieles: Pero nosotros somos esos que están con el señor. Y de tanto mirar al Señor no miramos la necesidad del Señor: no miramos al Señor que tiene hambre, que tiene sed, que está en prisión, que etá en el hospital. Ese Señor, en el marginado. Y este clima hace mucho mal.