La doctrina de la Inmaculada Concepción se apoya, por una parte, sobre las relaciones de María con la Santísima Trinidad, ya que debía ser toda pura la que iba a concebir en su seno al Hijo de Dios y había de colaborar con Él en su obra redentora, quedando emparentada con las tres divinas Personas; por eso, según el papa Pío XII, el Espíritu Santo la contemplaba cautivado por el esplendor de su pureza inmaculada (Radiomensaje y Carta Je me suis elevée, al Congreso Mariano Libanés, 18-X-1954). Por lo tanto, la Maternidad divina explica este privilegio.
También se encuentra otra razón de conveniencia en la repercusión que sobre María tiene la santidad de su Hijo divino: Dios la colmó desde el primer instante de su ser con su divina gracia, haciendo de Ella un reflejo de su propia belleza e infinita santidad, de tal manera que fue objeto de su amor inagotable. Ella, pues, poseyó una abundancia de gracia siempre, desde el mismo comienzo de su existencia, y con razón la saludó el Ángel como “la llena de gracia”.
No menor peso tiene el argumento que recalca la conveniencia de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios porque, asociada a la lucha de Cristo contra el demonio, había de obtener con su Hijo la victoria completa sobre Satanás y sobre el pecado: sin mancha alguna, Ella ha conculcado la cabeza de la serpiente; cuando se acerca María, huye el demonio, lo mismo que desaparecen las tinieblas cuando despunta el sol. Donde está María, no está Satanás; donde está el sol, no está el poder de las tinieblas, como decía el citado Pío XII (Radiomensaje a la Acción Católica Italiana en la apertura del Año Mariano, 8-XII-1953; Carta Apostólica Philippinas insulas, 31-VII-1946; y Carta Encíclica Fulgens Corona, 8-IX-1953, n. 3).
La santidad de María, a la que hemos aludido como un reflejo de la santidad de Dios, ocupa un lugar de preeminencia con respecto a la de los otros santos que moran en el Cielo, y ello supone un motivo más en pro de su Inmaculada Concepción. Su pureza, permanente y total (a diferencia de los santos, en quienes no fue completa durante su vida mortal, pues no estaban exentos del pecado), también requiere el privilegio, porque Ella es “más santa que la santidad” (dice Pío XII) y está libre de mancilla, tal como la reconocieron los Padres de la Iglesia.
La redención en María, preservada del pecado original
El término “redención” no se encuentra en la bula Ineffabilis Deus del Beato Pío IX a la hora de definir la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, pero sí lo usará en cambio el Venerable Pío XII al referirse a este privilegio. La cuestión es que Pío XII quiso demostrar la armonía existente entre este privilegio mariano y la universalidad de la Redención de Cristo, que no se imposibilitan mutuamente.
De acuerdo con su enseñanza, y al igual que ya el Beato Duns Escoto salvara en su momento este aparente escollo teológico, el privilegio de la Inmaculada Concepción es debido a los méritos de Cristo y le fue concedido a María en atención a éstos. Al examinar a fondo el asunto, es fácil ver cómo Nuestro Señor Jesucristo ha redimido verdaderamente a su divina Madre de una manera más perfecta que al resto de los hombres, al preservarla de toda mancha hereditaria de pecado en previsión de los méritos de Él mismo. Por esto, la dignidad infinita de Cristo y la universalidad de su redención no se atenúan ni disminuyen con esta doctrina, sino que se acrecientan de una manera admirable.
Por lo tanto, María fue preservada del pecado original y de cualquier mancha de pecado, de tal manera que no hubo jamás pecado en Ella, ni siquiera por un instante. Pero, eso no significa que quedase exenta de la Redención obrada en favor de todo el género humano por su divino Hijo, pues Ella era también hija de Adán y esto implica que todo privilegio y gracia que recibió fue debido a su Hijo, el Redentor. De esta manera, María fue la primera en ser beneficiada plenamente con los frutos de Redención y de Resurrección que Cristo nos alcanzó con su sangre.
Es decir, María, fue verdaderamente redimida, pero de una manera más perfecta, no teniendo que ser redimida de la mancha del pecado, sino preservada de él; es lo que algunos teólogos han denominado una “redención preservativa”. Y esto, que es un privilegio singular, concedido no tras la obra redentora de Cristo, sino en previsión de ella, es lo que en el Magnificat le hizo cantar a la gloria de Dios y el modo en que Él había actuado en Ella misma.