Sobre tu blanca tumba
Blancas flores llenas de vida.
Oh, cuántos años ya se han ido
Sin ti, ¿Cuántos años?
Sobre tu blanca tumba,
oh, madre, mi extinguida amada,
para un hijo todo amor,
sólo una plegaria:
reposo eterno.
Karol Wotyla. Año 1939
Me hallaba en Etiopía, en los alrededores de una iglesia dedicada a la Virgen María. Tras permanecer en su interior durante largo rato escuchando los cantos de los sacerdotes; me habían invitado, había decidido recorrer el amplio parque que rodeaba el templo. Allí es costumbre que mendigos, viudas y tullidos se pongan, a pedir limosna a los fieles, en la puerta de la iglesia.
Se encontraba en la esquina del lado derecho de la puerta, el izquierdo mío, un poco alejada de ella, acurrucada en los primeros peldaños de la escalera por la que se llegaba al nivel en el que se encontraba el acceso al interior del templo. Era una niña de rostro ingenuo y grandes ojos de mirada triste, delgada, casi escuálida, pequeña, como si alguna carencia vitamínica le hubiera impedido crecer. A su lado, sus manitas sostenían un fardo envuelto en un paño, una especie de toquilla. Me acerqué a ella. Al notar mi presencia, bajó su mirada y asió con fuerza el atado. Temblaba, pero su gesto era firme, con él parecía decirme, “tendrás que pasar por encima de mi cadáver si quieres arrebatármelo”. Dentro del paquete había un niño recién nacido, sólo se le veían sus ojitos, casi un juguete.
Intenté hablar con ella en francés y en inglés, cuando ya había desesperado, creía que no me entendía, soltó una balbuciente parrafada:
-Sí, es mi hijo. Tengo trece años, él, unos meses. Ayúdeme, una limosna, por favor.
No supe que responder. Se cubrió el rostro y sus tristes ojos desaparecieron de mi vista. Los niños que la rodeaban comenzaron a hacerme gestos hostiles mientras gritaban algo en su lengua que sospeché, eran insultos. Dejé unas monedas a su lado y me fui. Al otro lado, unas viudas de edad indefinida, pedían limosna a los fieles que comenzaban a acercarse al templo.
¿Realidades o imaginaciones?
En un instante, imágenes y sensaciones se apoderaron de mi mente y quedé sin saber qué hacer ni que decir. Alguien, a mi lado, susurró:
-Esto es África.
Pero yo no quería oír, me negaba a aceptar la evidencia. ¿Había contemplado un reflejo animal o era el sentimiento asumido de una niña a la que habían hecho madre aún antes de dejar de ser niña?
Pasaron los meses, un buen día cayó en mis manos una biografía de Juan Pablo II en la que leí que, de joven, el difunto Papa estaba profundamente enamorado de su madre: Emilia, quien, desgraciadamente murió a edad temprana. Su vida se apagó pronto, pero su recuerdo quedó para siempre en el alma del joven, quien, en su época de universitario en Cracovia, la recordaría con el poema que encabeza el presente artículo. En buena medida, ella fue responsable de que el joven Karol se hiciera sacerdote, la buena señora había soñado que uno de sus hijos fuera médico y el otro, sacerdote.
Aquella madre había dado lo que más quería a su Iglesia, tal vez previendo que en un lejano día, su hijo fuera el faro en el que se mirara todo el catolicismo.
Intenté imaginarme el destino del hijo de la niña etíope, lo más normal es que ya hubiera fallecido víctima de una plaga, de una enfermedad contagiosa o simplemente, de hambre en un día oscuro de esos que nacen para no amanecer, un día en el que los cielos del país africano se desbordan y el agua anega caminos y plazas. Aunque tal vez, sólo tal vez, la pequeña leona hubiera vencido y su instinto de madre, tras sortear los múltiples peligros que acechaban a su vástago, hubiera logrado salvarlo para que en un lejano día, aún por venir, convertido en un hombre bueno y sabio, pueda contribuir con su esfuerzo a lograr un mundo más habitable para él y para los suyos.
[1] Karol Wojtyla. Año 1939. de la biografía Juan Pablo II, hombre y Papa. Pedro Miguel Lamet. Espasa. Madrid. 2005.