La compra de Whatsapp por parte de Facebook, a la que aludí en el anterior artículo, me llevan a pensar en múltiples preguntas sin malicia que hacen algunos amigos míos de vez en cuando: “Hoy en día es imposible hacer oración”; “¿qué joven puede aguantar ahora más de 10 minutos sentado en el banco de una iglesia?”; “¿quién es capaz de irse de retiro espiritual una semana?”…
Por raro que parezca, a menudo establezco una conexión entre esa predominancia de las redes sociales (Whatsapp, Facebook, Instagram, etc.) y la tendencia actual a considerar imposible cultivar una vida interior sólida y cristiana.
Uno de los grandes interrogantes que podemos plantearnos es si los smartphones (o “teléfonos inteligentes”), que son el gran medio para acceder a las redes sociales, no estarán disminuyendo nuestra capacidad intelectual. Quizá no reduzcan propiamente tal capacidad, pero sí es probable que nos impidan ponerla a prueba y exigirle al máximo. En nuestros días, cuando un joven quiere conservar una información valiosa que acaba de ver, le toma una foto; cuando le hacen una sugerencia interesante, automáticamente la anota en su celular; cuando necesita recordar una receta, se descarga una enciclopedia de cocina. El esfuerzo de retención es menor que el que realizábamos antes, porque sabemos que Internet dispone de cualquier información que precisemos.
Por otro lado, mi limitada experiencia me permite comprobar que estar tan conectado, tener tantas aplicaciones al alcance de la mano, como expliqué el mes pasado, dificulta la concentración y la reflexión, por más que también sea necesario aceptar la aparición del “procesamiento en paralelo” (o sea, atención diversificada). Resulta casi una odisea pasar todo un día estudiando, rezando o viajando sin consultar ni una sola vez el teléfono. La tentación de revisar las redes sociales es muy suculenta.
Es preciso replantearnos la verdadera utilidad de servicios como Internet, Whatsapp o Facebook, y lograr que adolescentes y jóvenes, el futuro de nuestra sociedad, caigan en la cuenta de que lo virtual no debe reemplazar las relaciones humanas o las consideraciones espirituales ni perturbar cuestiones decisivas como el ánimo o el sueño; de que la Red debe facilitar el diálogo y la unidad familiar, no limitarla; de que la falta de educación en temas digitales sí repercute en realidades como la personalidad y la vida interior; y, en definitiva, de que el adicto a la comunicación corre el riesgo de llegar a la incomunicación, porque vive hacia fuera descuidando lo de dentro.
Aquí, por lo tanto una sugerencia: en lugar de dejar que smartphones, redes sociales e Internet nos cieguen y nos impidan encontrar momentos de meditación e introspección, tratemos de dominarlos nosotros a ellos, con atrevimiento y sin remilgos, sometiéndolos a nuestra voluntad a base de pequeñas decisiones.