Le pregunté por qué me lo daba. “Porque usted siempre sonríe cuando nos ve. Y a mí me gusta mucho la gente que sonríe”. Cuando quise añadir algo, ella ya había regresado con su grupo.
Está claro que para ella ese gesto no tuvo mayor importancia, pero a mí me ha dado bastante en qué pensar. Por todos es conocido que los niños –la mayoría, al menos- son inocentes, bienintencionados, sinceros, y que entre lo que piensan y lo que dicen apenas media una fracción de segundo. Pero también es cierto que su forma de ser y sus razonamientos son la consecuencia directa de cómo se les educa: hablan y se comportan tal y como ven en la casa y en la escuela.
Si entonces día Karla tuvo ese gesto fue, en primer lugar, porque realmente aprecia cada vez que una persona le sonríe y, en segundo lugar, porque no está acostumbrada a ello. En otras palabras: en su hogar apenas existen carcajadas, risas o comentarios jocosos. Por eso se sorprendía de que alguien casi desconocido le sonriera. Lo dramático es que ella, por desgracia, al igual que tantos y tantos niños esparcidos por el orbe entero, sí siente la necesidad de un ambiente positivo, distendido, relajado, pero en su casa apenas suplen dicha carencia. Supongo que sus padres, a quienes conozco ligeramente, llegarán tarde del trabajo, con un cúmulo considerable de preocupaciones en la cabeza y con pocas ganas de jugar, soltar chistes o dramatizar cuentos.
Hay que hacer el esfuerzo por alimentar el fuego de la alegría dentro del hogar. Y no sólo les corresponde a los padres; también abuelos, hermanos y visitantes esporádicos pueden contribuir a ello. La sala de estar y los dormitorios deben ser espacios para el esparcimiento, la comunicación y las bromas, no celdas en las que cada uno se aísle con su teléfono móvil o Tablet, con su serie de televisión o con su estrés laboral.
Insisto, podemos lograr que nuestros hogares sean reductos de júbilo si nos lo proponemos en detalles pequeños. No hacen falta heroicidades, sino que basta un juego de mesa, un deporte familiar, una escapada sorpresa, un regalo inesperado, un rezo informal, un coloquio largo e imprevisto, para entretener y despreocupar al prójimo, sea niño o adulto. Suficientes sinsabores nos afligen a todos día a día como para encima traer más desánimo al seno familiar. La persona alegre atrae y se le recuerda, algo que no ocurre con quien tiene siempre una visión ceniza de la existencia.
No infravaloremos una virtud tan profunda y valiosa. Si San Juan Bosco afirmaba que “el demonio no puede resistir a la gente alegre”, para la Beata Madre Teresa de Calcuta la alegría “es oración, la señal de nuestra generosidad, de nuestro desprendimiento y de nuestra unión interior con Dios”. San Pablo nos lo pidió más claro todavía: “Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito: ¡alegraos! (…) No os aflijáis por nada, sino presentadlo todo a Dios en oración. Pedidle, y también dadle gracias” (Flp 4, 4 y 6).