En el anterior número de la revista les animaba a ustedes, los lectores, a intentar ver nuestros problemas y dificultades con algo de perspectiva, porque, dentro de lo malo, casi todos seguimos siendo sumamente afortunados. “Dios aprieta, pero no ahoga”, que reza el dicho.
Y en esa actitud positiva me quiero mantener hoy, porque creo que, además de la alegría propia del cristiano –sabedor, entre otras cosas, de que es hijo o hija de Dios–, tenemos que aprender a ser agradecidos.
Hace pocas semanas discutía con un grupo de amigos sobre la pregunta: ¿hemos mejorado como sociedad? Pues bien, a pesar de la duda inicial en que probablemente nos sumerge un interrogante así, creo que la respuesta es clara: ¡por supuesto que sí! Bill Gates, uno de los hombres más ricos y conocidos del planeta, y que a menudo ha demostrado tener los pies sobre la tierra, lo explicó muy bien hace unos pocos años durante una conferencia
organizada por su fundación en la Asamblea General de las Naciones Unidas: “Incluso en el peor sitio para nacer, hoy hay mayor esperanza de vida que en el mejor de hace 200
años”. Si en 1990, por poner otro ejemplo, murieron más de 12 millones de niños, en 2016 fueron menos de la mitad. A principios del siglo XX, la humanidad vivía un promedio de 32 años; en la actualidad ronda los 72 años, o sea, más del doble.
No sólo hablaba Bill Gates de la esperanza de vida. El hecho, explicaba, es que el mundo nunca ha sido más sano, más educado, más tolerante, menos violento y menos pobre. Pese a las terribles desigualdades que existen aún entre hombres y mujeres, éstas pueden ahora,
por ejemplo, votar en la inmensa mayoría de países. Ahora mismo, hay más democracias que nunca y un bienestar material que crece paulatinamente, a pesar de reveses tan duros como el del Covid-19.
Ser agradecidos con Dios y con las personas que nos rodean no equivale a caer en ingenuidades. Claro que hay desgracias y horrores en el mundo que invitan no sólo al abatimiento, sino también a la reflexión y a la acción, pero vale la pena esforzarse por mantener el sano hábito de abandonarse en las manos de Dios. En última instancia, de alimentar el buen humor, conscientes de que la Providencia, pese a todo, nos tiene preparadas cosas que van más allá de nuestro horizonte y de nuestro control.