1º Un enlace según Dios
En fa sociedad conyugal debe reinar una unión santa de corazones y de afectos celestiales, y no de amores terrenos y caducos, que pronto se marchitan y dejan el corazón desgarrado 'Y, con heridas. incurables. Por no mirar a esta primera condición, por buscar en la formación de la familia el interés y el placer, se ven tantos hogares en llanto, tantos matrimonios desgraciados. ¿Dónde están aquellos halagüeños juramentos que tanto prometían? Todo desapareció, porque no se basaban en la santidad del ligamen, sino en la hermosura, en la riqueza, en la moda, en la vanidad; en el placer sensual. Se va a la unión conyugal con una cadena de relaciones ilícitas y pecaminosas, y de aquí resulta que no hay estabilidad ni constancia en tales afectos terrenos, y que al poco tiempo comienzan entre los consortes las riñas y discusiones con detrimento de los fines del matrimonio.
Bien veía San Antonio esta desgracia de un enlace sin Dios, y procuraba apartar a los jóvenes de ilícitas y prolongadas relaciones. A un joven le amenazó con la muerte repentina, si no entraba en los caminos de la honestidad; a otro le movió a hacer una buena confesión; y otro murió de pena y con acto de contrición a sus pies, porque comprendió las iniquidades que había cometido con tantas ofensas a Dios. A una joven que corría peligro en su honestidad por su pobreza, le mandó donde un comerciante con una cédula o dos letras suyas, suplicándole que le diese tanta cantidad de dinero cuanto pesaba la cédula o pedacito de aquel papel; el comerciante creyó que bastaba bien pequeña cantidad para el peso de aquel papelito; pero quedó sorprendido al ver que no bajaba el peso ni con una cantidad de varias onzas de oro. De este modo libró San Antonio a la joven del peligro de su honra, y la colocó honestamente en el santo matrimonio.
2º La abnegación en los consortes
Para la gente que no busca en la sociedad conyugal más que el interés y el placer, el matrimonio parece que ha de ser una corona de rosas, todo ha de ser disfrutar de todo. Pero pronto se llega a comprender que todo fue ilusión y una aberración fenomenal, porque en la sociedad doméstica hay más espinas que rosas, más trabajos y dolores que placeres, porque hay imperiosos deberes que cumplir y cruces bien grande, que sufrir. Tanto o más que el recíproco amor debe reinar en el hogar doméstico la mutua compasión de sus respectivas miserias, ya que se juntan para siempre; dos personas de distintos caracteres, de distintos genios y de distintos talentos, cuales son el hombre y la mujer. En el momento en que dan el sí para el contrato nupcial, juran ante Dios y ante los hombres el sufrirse las mutuas faltas y ofrecerlas al Señor para que sean más suaves en este mundo y meritorias para la vida eterna.
Ahora bien: para el sufrimiento de las miserias de este valle de lágrimas se requiere la abnegación, el sacrificio, el amor a la Cruz. Quien no reconoce la Cruz, el Calvario, no puede sufrir más que lo que le sugiere su amor propio, su egoísmo. Por esto vemos, que, apenas han transcurrido algunos días, comienzan en estos hogares las riñas y discusiones con escándalo de los vecinos, sentimiento de los parientes y detrimento de la patria. En tales casas no hay Dios, y no se oyen más que gritos de blasfemia e imprecación. El amor es fingido y reina la hipocresía. San Antonio de Padua, como apóstol de todas las necesidades, moralizó el hogar doméstico y pacificó los consortes. En cierta ocasión vivían en guerra continua el marido y la mujer por el vicio de los celos. San Antonio se presentó a ellos, e hizo hablar al tierno infante de pocos meses, para que se supiera quién era su verdadero padre y se pacificara la familia, consiguiendo que desaparecieran los celos y viviesen en santa paz. En otra ocasión, un marido incrédulo e impío no quiere dejar a su mujer ir a la iglesia; y San Antonio por un milagro hace que la señora vuelva a casa sin mancha de barro y sin mojarse, convirtiéndose el marido en devoto del Santo y de la Iglesia. Restituyó la cabellera a una mujer que la maltrataba su marido, y consiguió que viviesen en santa paz y armonía. La vida de este Taumaturgo está llena de los milagros que obró.
La buena educación de los hijos
Además de los dos fines indicados, se requiere la educación religiosa de los hijos para conseguir el bienestar de la familia. Los hijos suelen ser la alegría del hogar doméstico, el consuelo y una distracción cariñosa de consortes, un vínculo de mayor unión, el báculo de la vejez y el porvenir venturoso de su vida. Apenas nace un niño, cambia de aspecto la familia. Un suave y tierno lloro o suspiro del infante repercute tan vivamente en el corazón de sus padres; que abandonan el trabajo, abandonan el descanso, abandonan la comida, y acuden a socorrerle. La religión les dice que aquel niño tiene, además del cuerpo un alma que salvar, y que le deben educar en orden al cielo, a su dicha eterna. San Antonio, el humilde hijo de San Francisco de Asís, tiene mil atractivos para conseguir este fin. A una señora de Bolonia que no tenía hijos, le concede la sucesión y fecundidad;
pero nació su hijo como una masa de carne, un monstruo y llevándolo al altar de San Antonio se convirtió en hermoso niño. A una madre le devolvió la vida de su hijo. A otras, les consiguió la conversión de sus hijos descarriados, como también el éxito en los exámenes, en la milicia, en el empleo, carrera y oficio.
De donde se infiere que San Antonio influye en la formación y bienestar de la familia, y que es laudable acudir a su valiosa protección para un enlace según Dios, para la paz del hogar doméstico, para tener hijos y para educarlos en santa moralidad y cariño cristiano.
¡Bendita la familia en la que se invoca a San Antonio!
(Artículo publicado en el número 423 de
EL PAN DE LOS POBRES de junio de 1931.)