El padre y la madre de María constituyen el eslabón que une el antiguo Israel con el nuevo: “Recibieron la bendición del Señor” y por ellos nos llega “la salvación prometida a todos los pueblos”. Dieron el ser a aquélla de la que debía de nacer el Hijo de Dios. De ahí que San Juan Damasceno les pueda saludar en estos términos: «Joaquín y Ana, ¡feliz pareja!,
por vosotros ofreció ella al Creador el don más excelente entre todos los dones: “una madre venerable, la única digna de Aquel que la creó”.
El culto de Santa Ana ha crecido junto con la irradiación del de María. En Jerusalén, en la basílica de «Santa María, donde ella nació», conmemoraba Juan Damasceno, en el siglo VIII, a los abuelos de Jesús. Dicha basílica se convertiría en la iglesia de Santa Ana de los Cruzados. Desde el siglo VI, se honraba a Santa Ana en Constantinopla, en una basílica que
fue dedicada en su honor un 25 de julio. El culto de San Joaquín pasó a unirse al de su esposa un poco más tarde.