“La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y ninguno tenía por propia cosa alguna de las que poseía, antes todo lo tenían en común. Y con gran valor daban los Apóstoles testimonio acerca de la Resurrección de Jesús, y gozaban todos ellos de gran estima. No había entre ellos indigentes; pues cuantos eran propietarios de campos o casas las vendían y traían el producto de lo vendido y lo ponían a los pies de los Apóstoles y se repartía, dando a cada cual según su necesidad” Hechos de los Apóstoles 4,32-36.

Marzo ha cubierto la mayor parte de su recorrido. Alto, enjuto, tan solemne como triste, un día más, inicia su recorrido por la rosaleda. Su gastada elegancia, recargada para los actuales gustos, pertenece a sus tiempos; el pasado. Con el mimoso detalle de quien se encuentra sobrado de tiempo, revisa las yemas que comienzan a salir, algunas, ya convertidas en capullos como consecuencia del buen tiempo. Los arbustos, aún semidesnudos, se retuercen en una escalada que se quiebra sobre el paseo. Aquí hubo una rosa blanca, allí estaba la reina, la mejor de todas, la rosa mosqueta, europea, antigua y silvestre, dulce y fragante; tal vez una antepasada suya adornó los jardines de Cnosos. Para los griegos, las rosas eran las flores que emitían efluvios olorosos.

En el año 2007 se desencadenaba una gran Crisis Financiera, Económica y Social que, durante estos años ha afectado a las estructuras más profundas de nuestra Sociedad. Algo ha cambiado, ha cambiado a peor y, muchos, nos tememos que el cambio se prolongará durante mucho tiempo.

HACE tiempo me encontré con una niña que soñaba ser feliz, para lograrlo, deseaba que sus padres fueran felices. La niña me contó una anécdota. Entre los dos, escribimos un cuento. Ha pasado el tiempo y cada nuevo día pienso que lo único que encerraba el cuento eran los secretos deseos de una niña que luchaba por expresar sus sentimientos.

Pálido, rubio, melancólico y silencioso, el cuerpecito de Asís combinaba con el azul del cielo y las rocas viejas que vigilaban, desde la playa, la llegada de la marea. Hijo único, sus padres, intentaban colmar todos sus deseos. Cuando hablaban de él, sospechaban que, desde su nacimiento, estaba predestinado a alcanzar grandes metas en la vida. Sin embargo, nadie acertaba a explicar por qué, hacía meses, su comportamiento se había vuelto tan extraño como preocupante. Cada día, el niño iba a la playa, tras escoger un lugar protegido, entre las rocas, se sentaba, con las piernas cruzadas, a contemplar el mar.

Vuelven las nubes a poblar los cielos. El viento, fuerte, vigoroso, casi enrabietado, arrastra la borrasca. Por momentos, la lluvia difumina el paisaje convirtiéndolo en sueño. Agotado el chaparrón, la calma regresa, el aire es más puro y la paz parece invadir la tierra. Ahora la brisa es suave y la atmósfera, dulce, embarga los sentidos. Dentro de unos días, los árboles desnudos, contemplarán, estupefactos, la inopinada llegada de la nieve y con ella, la desaparición de los colores. Los días se acortarán y el hogar se convertirá en refugio ideal de los pensamientos. Con el transcurso de la estación el paisaje se irá adormeciendo poco a poco, preparándose para su gran desafío: el invierno. 

A menudo, los hombres somos inconsecuentes, nuestro orgullo muestra nuestras limitaciones como una manifestación permanente de nuestra ignorancia. El mismo hombre, Nietzsche, que afirmó: “El hombre es un lobo para el hombre”, escribió una de las frases más interesantes que jamás he leído:”Únicamente la belleza debiera predicar el arrepentimiento”.