Recordemos el anonimato en que se mantuvo los primeros años de la vida franciscana tras su llegada imprevista a Italia, cuando la tormenta desvía el navío que le traía enfermo, de regreso, desde las costas de Marruecos a la Península Ibérica.

Antonio la cuidó y amó la pobreza como un tesoro. Él que había vivido en la abundancia y en el lujo, disfrutaba caminando con los pies descalzos, vistiendo una miserable túnica y alimentándose con el pan bendito de la limosna.

Antonio siguió la vida privilegiada de la contemplación; fue en la oración continua y profunda en donde su corazón se inflamó de amor.

Cuando el orador aparecía, se creaba un profundo silencio. Inmóvil, mudo, el inmenso auditorio concentraba en el Santo la atención y la mirada; se diría que Antonio ejercía sobre él una secreta fascinación.

Francisco de Asís tenía horror a la falsa ciencia, que llena de orgullo los espíritus mediocres. Por el contrario, sentía por la verdadera sabiduría unida a la piedad un respeto cargado de admiración.

La Virgen Inmaculada socorrió aún por medio de intervenciones visibles a su fiel siervo. Por dos veces, en Brive y en Padua, el demonio asaltó al ardoroso predicador que le arrancaba tantas víctimas

La gloria de Dios y el bien de las almas constituían los dos polos del apostolado de San Antonio.