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Silencio

Escritor

El ejemplo más típico es el de la salud (hasta que no nos enfermamos, no reconocemos la enorme bendición de poseer un cuerpo sano), pero existen muchos otros: un trabajo estable, un piso o una casa, un coche, un vecindario seguro, una familia unida, una educación de calidad… Sólo por todo eso ya deberíamos agradecer a Dios, a diario, sus múltiples bendiciones.

Hoy me gustaría detenerme en una de esas realidades con la que la mayoría de nosotros contamos y en la que convendría centrar la atención de vez en cuando: la palabra. Todas las mañanas, cuando nos despertamos, tardamos un puñado de segundos –o minutos, como mucho– en intercambiar algún diálogo con alguien. O, si se quiere, en encender la radio para escuchar al locutor de turno. Pues bien, ¿qué ocurriría si no pudiéramos hablar con nadie? ¿Si de repente careciéramos de voz y nos viéramos obligados al silencio más absoluto? ¿Seríamos lo suficientemente fuertes como para sobrevivir? ¿Y para ser felices?

Existen personas, por supuesto, que adoptan ese silencio de manera voluntaria, ya sea por motivos religiosos o de cualquier otra índole. Pero son casos escasísimos, sobre todo en los tiempos que corren.

El silencio, por otro lado, se ha vuelto una aspiración cada vez más difícil de cumplir. Su contraparte, el ruido, nos sacude por todos lados. Música, redes sociales, podcasts, audiolibros, televisión, “hashtags” (o etiquetas), películas y series de televisión… la tendencia del entorno invita a las palabras, en cualquiera de sus múltiples modalidades.

Un ilustre pensador

A menudo pienso en la figura del Papa Benedicto XVI. Él, un ilustre pensador del siglo XX y XXI, que durante varias décadas estuvo en el centro de las miradas por lo que decía y cómo lo decía, decidió renunciar a su Ministerio. Al principio, tal opción causó un enorme revuelo, por lo que tenía de inusitado, pero cuando efectivamente se hizo a un lado y Francisco I pasó a tomar el Pontificado, nada o casi nada se ha sabido de Joseph Ratzinger. Pasó a vivir una vida retirada, lo más anónima posible, al parecer dedicada a la oración, la música clásica y la lectura, a fin de prepararse para el encuentro definitivo con Dios.

Resulta más o menos claro, en fin, que Benedicto XVI quiso aplicar a rajatabla la sugerencia hecha por el mismo Jesucristo hace dos mil años: “Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6). Aquella indicación se ha vuelto, sí, más necesaria y actual que nunca, porque el ruido y las palabras son unas de las grandes tentaciones mentales y afectivas que nos acechan. Que nuestra oración, nuestra conversación con Dios Padre, la jalonemos, deliberadamente, de silencios con significados profundos. De contemplación y reflexión auténticas.