El triunfo inesperado que el humilde Antonio había alcanzado en Forlivio, hizo estremecer de alegría y esperanza al santo fundador. No dudó en animar al joven orador a seguir la carrera en que acababa de dar un primer paso con extraordinario éxito. Le encomendó hasta la enseñanza de la teología a los frailes, “con tal de que –decía– un estudio de ese género no apague en ellos el espíritu de la santa oración y de la devoción, según las prescripciones de la Regla”. La carta, que le escribió en esa ocasión, venía dirigida a él con estas palabras: “Frati Antonio, episcopo meo. –A fray Antonio, obispo mío”. El empleo de esta fórmula muestra claramente cuánto estimaba San Francisco las ciencias sagradas. San Antonio entró generosamente por la vía que le trazaba la obediencia; puso en los trabajos aquel entusiasmo vibrante que lo había llevado a Marruecos. Dios le había recusado el martirio de sangre conforme sus heroicos anhelos para darle el del apostolado. Predicando sin descanso, pasando día entero escuchando confesiones, no permitiéndose otro reposo además de la oración, Antonio sucumbió deprisa bajo el peso de su inmenso trabajo. Había dado sin medida el tiempo y las fuerzas de que disponía para la salvación de las almas y gloria de Dios; cayó como verdadera víctima de su celo y amor.
Ejerció su ministerio en diferentes regiones. El Santo emprendió una lucha vigorosa contra los cátaros y patarenos que infestaban la región. Esos herejes, herederos directos de las antiguas sectas maniqueas, escondían muchas veces bajo una aparente austeridad la perversión de la inteligencia y de las costumbres, pero desgraciadamente hacían numerosos prosélitos.
Mientras proseguía su difícil ministerio entre los herejes, Antonio enseñaba a los hermanos de Bolonia los principios de la teología. Se puede imaginar fácilmente cuántas fatigas le costó desempeñar estos dos géneros de trabajos tan delicados e importantes.
De 1224 a 1226 evangelizó el sur de Francia. El Santo solamente se estableció definitivamente en Padua alrededor de 1229. En esta ciudad poderosa, rica, amiga del fausto y célebre por su universidad, él se superó a sí mismo. Redobló su actividad. Su influencia transformó la ciudad, devastada por el flagelo de la usura. La cuaresma de 1231 fue un triunfo para el misionero y una conquista para Dios en el reino de las almas. Fue también el canto del cisne: algunas semanas después, Antonio recibía la recompensa eterna por sus trabajos.
¿Cómo predicaba este orador incomparable?
¿De qué forma presentaba su elocuencia, para hacerle decir a un analista del siglo XIII, Rolandino, que era “dulce como la miel”?
Francisco de Asís recorría los burgos de Umbría y de Toscana, exhortando a las poblaciones a alabar al Señor. Hablaba al sabor de las circunstancias, unas veces en las plazas públicas, otras en los caminos. Sin más preparación que la oración, dejaba que los sentimientos que colmaban su alma transbordasen. Incluso cuando subía al púlpito en las iglesias, sus discursos eran siempre de una extrema sencillez; pero la llama divina que lo consumía, su imaginación poética, el ejemplo, en fin, de su pobreza voluntaria, conferían a su palabra un tono ora conmovedor ora gracioso. Muy diferente era la predicación de Antonio. No se limitaba a exhortar a sus oyentes: los instruía; les daba una doctrina sólida y profunda. Los Sermones que nos dejó por escrito dan fe de esto.
Aunque preparase los discursos con todo el cuidado, el orador improvisaba su forma última y desarrollaba el tema al sabor de la inspiración. Si sus Sermones no nos revelan el secreto de la elocuencia del Santo, el plano de los mismos nos da, sin embargo, informaciones preciosas sobre su estilo de predicación: nos indican los asuntos que le gustaba escoger y el modo como los trataba.
La Escritura como fundamento
Antonio apoyaba sus enseñanzas en la Escritura, de la que poseía un conocimiento perfecto. Empleaba los textos sagrados en su sentido propio, pero también le agradaba exponer su sentido figurado; sacaba de ahí las comparaciones y los símbolos tan apreciados por los espíritus de la Edad Media.
Explicaba a sus oyentes los puntos capitales de la doctrina cristiana. Los sermones sobre Nuestra Señora son notabilísimos bajo el punto de vista dogmático. Rememora en ellos los privilegios de la Santísima Virgen, su poder de intercesión, su papel central en el plano de la Redención; insiste, en la senda de San Bernardo, sobre su maternidad de la gracia. El conjunto de estos discursos forma un verdadero tratado de teología mariana.
Para un misionero como nuestro Santo, la exposición del dogma debía conducir a conclusiones prácticas. Se alzaba contra los vicios con una energía terrible; los atacaba con un ímpetu decidido, en donde se adivina, sin duda, la herencia de los hidalgos guerreros, sus antepasados. Luchaba especialmente contra el orgullo, el amor a los placeres y la avaricia. Esta última, sobretodo, y a justo título, le indignaba.
Poesía y cuadros pintoresco
Antonio revestía su magnífica doctrina con las formas más atrayentes. A veces eran cuadros pintorescos. En un sermón para la fiesta de Navidad comienza con una descripción poética de la primavera, cuya frescura recuerda la ingenua y graciosa imaginación de San Francisco. Otras veces, eran vuelos de poderosa envergadura. Los oyentes sentían los escalofríos que comunica la alta elocuencia. Era, en fin, y sobre todo, el tono del orador: aquel poder de afirmación, aquella convicción ardiente, aquella marca incomparable, que solo el amor a Dios, llevado hasta la pasión, puede dar.
(Extraído del libro San Antonio de Padua.
P. Thomas de Saint-Laurent. Editado por El Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)