Una expresión clara de la santidad de María, como consecuencia de su asociación con su Hijo Redentor, son los sufrimientos que hubo de padecer por Él a lo largo de su vida, pero también los gozos que llenaron su alma de alegría. Entre los pasajes de prueba y de dolor, no hay que olvidar que esta Mujer sencilla y humilde, silenciosa y orante, fue menospreciada durante su vida, pues recorrió los caminos de la pobreza, del desprecio, del destierro, del dolor; cuya misma alma fue atravesada por una espada al pie de la Cruz y ahora fija sin titubeos sus ojos en la luz eterna.
Ella conoció asimismo las fatigas y los cuidados de la vida familiar, como Esposa fiel y Madre solícita que había de custodiar con especial delicadeza al Hijo de Dios que había concebido en su seno: experimentó, pues, los sinsabores y los momentos de tristeza, las molestias del quehacer diario, las incomodidades y las privaciones de la pobreza, el desgarro de las separaciones afectivas; pero también gozó de los consuelos de la vida familiar, de las alegrías propias de ésta, de los momentos de júbilo. Por eso, en su Corazón misericordioso sabe acoger con singular ternura las penurias de las familias y les infunde ánimos en su camino, con verdadera protección maternal.
María, Madre espiritual
Ha de advertirse que María, lógicamente, no ha sufrido por sus pecados, sino por nosotros. Ha padecido de un modo especial en el Calvario, con un indecible dolor que, unido a los sufrimientos de su Hijo, abrió su Corazón al amor universal de la Humanidad. Allí, en efecto, siendo la Madre corporal de nuestra Cabeza, se convirtió en Madre espiritual de todos los miembros del Cuerpo Místico al ofrecer a su Hijo y el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor.
A María, como Madre nuestra, también le disgustan los ataques contra la fe de los fieles y su abandono por parte de algunos de éstos, como igualmente se conduele ante las injusticias presentes y la persecución religiosa. Así, las lágrimas de angustia y de tristeza que se le escapan en algunas de sus apariciones prueban su amor maternal hacia los hombres. En relación con uno de estos casos, concretamente en Sicilia, es de verdadero interés reproducir parte de un texto de Pío XII, en la que aclaraba las cuestiones acerca del modo en que han de comprenderse las lágrimas actuales de la Santísima Virgen: “Sin duda, María es en el Cielo eternamente feliz y no sufre ni dolor ni tristeza; pero no permanece insensible, antes bien alienta siempre amor y piedad para el desgraciado género humano a quien fue dada por Madre, cuando dolorosa y llorando estaba al pie de la Cruz, donde pendía su Hijo. ¿Comprenderán los hombres el arcano lenguaje de aquellas lágrimas? ¡Oh las lágrimas de María! Eran, sobre el Gólgota, lágrimas de compasión por su Jesús y de tristeza por los pecados del mundo. ¿Llora todavía por las renovadas llagas producidas en el Cuerpo Místico de Jesús? ¿O llora por tantos hijos en quienes el error y la culpa han apagado la vida de la gracia y ofenden gravemente a la majestad divina? ¿O son lágrimas de espera por el retorno de otros hijos suyos, un día fieles y hoy arrastrados por falsos encantos entre las filas de los enemigos de Dios?” (Radiomensaje Tra i memorandi, al Congreso Mariano de Sicilia, 17-X-1954).
Es decir, las lágrimas actuales de María son un modo de hablar a los hombres acerca de su inmenso amor maternal hacia ellos; su eterna felicidad en el Cielo, como la de Dios, no sufre menoscabo por la infidelidad de sus hijos; pero su amor, al igual que el de Él, busca nuestra correspondencia y nuestra propia dicha.
Los méritos de María
En fin, cabe hacer al menos una escueta alusión a los méritos de María, cuestión ciertamente de importancia. No hay que olvidar su papel de Socia en la obra redentora de Cristo (como primera Colaboradora a la misma y auténtica Corredentora) y de su ofrecimiento de los dolores que padeció en íntima unión con Él. Además, debemos tener presente que, desde el primer instante de su ser, la Inmaculada mereció en seguida el amor de Dios.