En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón.
La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron que hiciera algo por ella.
Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles.
Al ponerse el sol, los que tenían enfermos con el mal que fuera, se los llevaban; y él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando.
De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban:
- Tú eres el Hijo de Dios.
Los increpaba y no los dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió a un lugar solitario.
La gente lo andaba buscando; dieron con él e intentaban retenerlo para que no se les fuese.
Pero él les dijo:
- También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios; para eso me han enviado.
Y predicaba en las sinagogas de Judea.
Comentario del Papa Francisco
El anochecer, cuando se puso el sol, le llevaban todos los enfermos…”. Si pienso en las grandes ciudades contemporáneas, me pregunto dónde están las puertas ante las cuales llevan a los enfermos para que sean curados. Jesús nunca se negó a curarlos. Nunca siguió de largo, nunca giró la cara hacia otro lado. Y cuando un padre o una madre, o incluso sencillamente personas amigas le llevaban un enfermo para que lo tocase y lo curase, no se entretenía con otras cosas; la curación estaba antes que la ley.