En el recóndito valle de Fern, en pleno corazón del Tirol austríaco, se encuentra una pintoresca aldea que durante el período invernal sufre rigurosas temporadas. Situada junto al lago Blindsee, desde allí se divisan espléndidos panoramas, con el impresionante Zugspitze, la montaña más alta de Alemania, como fondo de cuadro.
En esa localidad residía el joven cirujano Roberto, muy respetado en toda la comarca por su competencia profesional. El hábil doctor, no obstante, vivía alejado de la religión y eso entristecía mucho a sus vecinos. Además, conocían el gran dolor que llevaba en su corazón: Pedro, su hijo único, a quien amaba entrañablemente, sufría una parálisis en el lado derecho del cuerpo que había desafiado todos los esfuerzos y la ciencia de su padre. Bajo el cuidado de Margarita, excelente esposa y ama de casa, el niño crecía privado de los juegos infantiles propios de su edad.
Todos los años, en verano, la familia planeaba algún viaje para distraer al pequeño enfermo.
-Margarita, he estado pensando que podríamos ir a Suiza durante las vacaciones. Nuestro querido Pedro necesita cambiar un poco de ambiente.
-Claro, no está de más que conozca otros lugares. Me parece muy buena idea.
-De acuerdo. Saldremos esta semana.
Decidido el destino, le dieron la noticia a Pedro y empezaron los preparativos del viaje. Roberto mandó que mejor examinasen el automóvil para cerciorarse de que todo estaba en orden. El día convenido comenzaron el trayecto.
Después de dos jornadas… ¡pum! El coche se paró en la carretera. Un mecánico fue a socorrerlos y tras revisar a fondo el vehículo les dijo que serían necesarios tres días para arreglarlo. No quedaba otra salida que hospedarse en la ciudad más cercana, donde -por coincidencia- había un famoso santuario en el que se veneraba una milagrosa imagen de la Virgen. Una vez instalados en el hotel donde pasarían esos tres días y acomodados en sus aposentos, se fueron a descansar después de un día lleno de preocupaciones.
A la mañana siguiente Pedro se encontraba en el jardín del hospedaje contemplando algunas bonitas postales que su padre le había comprado, mientras tanto su madre charlaba con la recepcionista. En cierto momento, se le acercó otro muchacho de su misma edad.
-Yo también tengo postales bonitas. Toma, te doy esta.
Se pusieron a hablar y enseguida se hicieron amigos. José era hijo del jardinero y le explicó las singularidades de las plantas que crecían por allí. Pedro, por su parte, le contó que había visitado a muchos médicos, pero no había conseguido curarse. Entonces José, lleno de afecto por su nuevo amigo, le preguntó:
-¿Por qué no le pides a tus padres que te lleven al santuario? Allí la Virgen hace muchos milagros.
Un rayo de esperanza irrumpió con fuerza en el corazón del niño.
Sin embargo, dijo tristemente:
-Mi padre no me va a dejar ir.
-Entonces, pídeselo a tu madre. El pequeño paralítico se quedó en silencio. Bien sabía que por mucho que ella insistiese, Roberto nunca permitiría que su hijo pisase una iglesia, y mucho menos para pedir un milagro…
Al día siguiente, José volvió a preguntarle:
-¿Ya le has pedido permiso a tu madre?
-Sí, pero el problema es mi padre. Dice que todo lo que tú cuentas que ocurre en el santuario es pura imaginación.
Entonces el hijo del jardinero ideó un plan.
-Mañana a las cinco de la madrugada, vengo a buscarte. Traeré la carretilla de mi padre y te llevaré en ella al santuario. Tenemos que ser astutos para no despertar a ningún adulto. Si no hacemos ruido, nadie se dará cuenta y antes de las ocho ya estaremos de vuelta en el hotel. ¿Quieres?
-¡Claro que quiero!
-Pero, por favor, no se lo digas a nadie. Por cierto, ¿sabes rezar?
-No…
-Entonces te voy a enseñar. Coge este rosario y ve pasando las bolitas por los dedos. En las cuentas grandes dirás: “Reina del Cielo, ten piedad de este hijo enfermo”; y en las pequeñas: “Dios te salve María llena eres de gracia. El Señor es contigo…”.
Pedro se pasó la noche casi sin poder dormir, rezando a escondidas lo que había aprendido. A las cinco de la madrugada llegó su amigo y unos minutos después una carretilla empujada por ese niño astuto y lleno de fe subía por la rampa que conducía al santuario.
Al llegar a la puerta del templo, José ayuda a su compañero inválido a bajarse y lo acompaña hasta la capilla de la Virgen, donde un sacerdote se preparaba para rezar la habitual Misa por los enfermos. Pedro nunca había asistido a una Misa. El ceremonial litúrgico, las velas encendidas en los candelabros de plata, las lecturas proclamadas con piadosa solemnidad le causaron un fuerte impacto en su alma. Cuando llegó el momento de la Consagración, oyó que José le susurraba al oído:
-Ahora te tienes que arrodillar…
Absorto por la sacralidad del ambiente e intuyendo que algo muy importante iba a ocurrir, el pequeño paralítico se arrodilla… olvidándose de su imposibilidad. Durante un instante, los amiguitos se miran asombrados, y enseguida clavaron sus ojos en la Sagrada Hostia, adorando a Jesús allí presente en las manos del sacerdote.
Al terminar la Misa, José le dice a Pedro:
-Levántate y vamos junto a la Virgen. Estás curado.
Andando ya sin dificultad, Pedro se dirige con José hasta el altar donde, con lágrimas en los ojos, los dos niños daban gracias a la Virgen antes de volver al hotel.
Mientras eso estaba ocurriendo, Roberto se despertó y, al encontrar la cama de su hijo vacía, empezó a buscarlo, afligido… Hasta que, estando en el zaguán, vio a Pedro entrar por la puerta, andando tranquilamente, sin la ayuda de nadie.
Conmovido, al saber lo que había pasado, Roberto se volvió al hijo del jardinero y exclamó:
-José, ¡tu fe es de oro!
A lo que le respondió de inmediato:
-No, a mí no. A la Virgen es a quien debe agradecérselo.
Cayendo de rodillas, el incrédulo médico abrazó a su hijo y, llorando de emoción, se fue sin más demora al santuario, con su esposa y el niño, para agradecerle a María Santísima el milagro que acababa de obrarse por la gran fe de los dos niños.
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)