Micaela y Gabriela estaban pasando las vacaciones en casa de su abuelo, el señor Leonardo, un gran terrateniente de la región. Estaban encantadas con las grandes plantaciones que allí había y corrían alegremente por los campos, cuando no paseaban a caballo subiendo los cerros y contemplando el paisaje montañoso. Como eran dos hermanas que se querían mucho y los únicos niños de la casa, ellas mismas se entretenían solitas, haciendo juguetitos con lo que encontraban: caballitos con patatas y palillos, ollas de barro y muñequitos con mazorcas de maíz.
Por la noche, después de la cena y de haber rezado el Rosario con la abuela y toda la familia, ante el oratorio de la Virgen del Perpetuo Socorro, llegaba el momento más esperado del día: oír los cuentos que la piadosa anciana narraba, llenos de aventuras e interesantes detalles, y que también hablaban sobre la protección que los ángeles y los habitantes del Cielo daban a los que verdaderamente aman a Dios.
Así iban pasando aquellos días de reposo, aunque más rápido de los que ellas deseaban…
Una tarde las niñas se fueron a jugar tranquilamente a la parte superior de uno de los grandes graneros de su abuelo. Tenían un buen número de muñequitos, algunos montados en sus caballitos vegetales que se iban a preparar la siembra, a un campo muy lejos de allí… Y algunas muñequitas les habían preparado una sabrosa comida en sus cacerolitas de barro, para que aguantasen el peso del trabajo del día.
Por el ventanal entraba la dorada luz del sol, iluminando aquella inocente diversión. Y una agradable brisa soplaba, amenizando el calor que hacía afuera.
No obstante, no se dieron cuenta de que la fuerza de un rayo del sol estaba incidiendo sobre un trocito de vidrio -quizá un pedazo de algún vaso que se hubiera roto- que algún campesino distraído habría dejado caer en la paja acumulada abajo, en el granero, y que había producido una pequeña llama, que enseguida se fue extendiendo alcanzando el grano que estaba almacenado allí…
El fuego se propagó rápidamente. Y lo que parecía una llamita inofensiva alcanzó las proporciones de un incendio. Las llamas consumieron enseguida todas las provisiones que allí se guardaban y ya estaban llegando a la escalera de madera que daba acceso a la parte superior.
Las niñas, absortas en su fértil imaginación, estaban tan entretenidas con el juego que no percibieron la tragedia que les acechaba, pues el fuego ya había empezado a consumir las vigas que servían de estructura y entarimado del recinto.
Al ver un inusual movimiento de gente fuera del granero gritando y corriendo, pues algunos campesinos habían dado el aviso de alarma ante semejante desastre, y al sentir el olor a quemado, Micaela dejó los muñecos y miró para atrás, siendo sorprendida por las grandes llamaradas que ya estaban cerca de ellas. Como era la hermana mayor, cogió a Gabriela de la mano y se fueron directamente hacia la escalera para huir enseguida. Sin embargo, ahí el fuego era más intenso y no tenían por donde salir…
-¡Virgencita, ayúdanos!, gritó la pequeña.
Afuera nadie sabía que las niñas estaban allí y no podían escuchar sus chillidos porque ellos también estaban gritando, intentando organizarse para apagar el fuego que amenazaba a los demás graneros cercanos. Y las maderas y semillas al quemarse hacían un ruído horrible.
Cuando Gabriela vio el gran peligro que corrían, le dijo a su hermana:
-Vamos a pedirle ayuda a los ángeles, como en los cuentos de la abuela. Que San Miguel y San Gabriel nos socorran ahora.
Entonces Micaela tuvo una angélica inspiración: se acercó a la ventana, midió la altura hasta el suelo y vio que la única salida era saltar. Aunque era muy alto… y se podrían romper un brazo y una pierna.
Con valentía y confianza en la protección de sus ángeles patrones, la niña recogió un poco de la paja donde antes se habían sentado para jugar y la tiró hacia afuera, con la esperanza de que amortiguara la caída. Y le dijo a su hermana:
-Voy a saltar primero y después saltas tú, que estaré abajo para cogerte.
Y se tiró. La niña parecía que no pesaba… Llegó al suelo como una pluma. Al ver el éxito que había tenido su hermana, Gabriela se llenó de valor y también se lanzó. Y le pasó lo mismo… Las dos salieron corriendo hasta donde estaban los mayores que intentaban sofocar el fuego, sanas y salvas.
Cuando las vio, el señor Leonardo no se lo podía creer, pues no imaginaba que estuvieran en medio de las llamas… ¡Oh prodigio! El buen terrateniente las abrazó conmovido, pero tenía que seguir con la reñida batalla contra el fuego, junto con sus capataces.
En poco tiempo el fuego fue extinguido y los demás graneros se pudieron salvar. Sólo entonces fue cuando el bondadoso abuelo pudo oír de sus nietecitas su increíble historia.
En agradecimiento por la angélica protección de las niñas y por que los ángeles no permitieron un desastre aún más grande en su hacienda, el señor Leonardo construyó en el mismo sitio del granero quemado una capilla dedicada a San Miguel y a San Gabriel, patronos ahora de toda su propiedad.
Las niñas no se olvidarían nunca de tan gran auxilio recibido y jamás dejaron de rezar y pedir la protección de los santos ángeles en sus vidas, siguiendo siempre sus valiosas inspiraciones.