Jorge siempre fue un niño bueno, educado y obediente. Había perdido a sus padres cuando aún era un bebé y vivía con su abuela materna, doña Clara, que cuidaba del pequeño con mucho cariño. Se dedicaba a vender pastelillos dulces y salados y tartas que ella misma elaboraba, pues éste era el medio de subsistencia de ambos, que vivían en una modesta casita, pero limpia.
En la pequeña localidad todos los conocían, ya que la piadosa señora iba a Misa bien temprano, y llevaba a su nietecillo de la mano desde que comenzó a andar. Todavía no había hecho la Primera Comunión y así y todo empezó a ir a la catequesis incluso antes que a la escuela. Durante la Misa permanecía quietecito prestando mucha atención en todos los movimientos del sacerdote, sobre todo en el momento de la Consagración, cuando, de rodillas y con las manitas juntas, fijaba sus ojos vivos y oscuros en la Sagrada Hostia y decía bajito lo que había aprendido de su abuela:
-¡Señor mío y Dios mío!
Después de la celebración, tras una larga acción de gracias, doña Clara lo llevaba al altar de la Virgen del Rosario y juntos rezaban tres Avemarías para pedirle su protección un día más.
Como a Jorge le gustaba ayudar con los pasteles, de vuelta a casa, se disponía a colocar las madalenas de chocolate, las bolitas de coco y los dulces de castaña en sus respectivos moldes dorados y plateados, al igual que decoraba con confites y piñones las tartas de cumpleaños haciendo bonitas figuras, y se encantaba con los colores. Por la tarde, invariablemente acompañaba a su abuela a entregar los encargos.
Los cuentos de la abuela
Rezaban el Rosario todas las noches, frente al oratorio, dedicado a la Sagrada Familia, que tenían en el salón, y después de la cena llegaba el momento preferido del niño: doña Clara le contaba muchos cuentos. Era una especialista en adornar con detalle y pormenores los episodios, maravillando al pequeño, pues entre los príncipes, princesas, santos y ángeles, aparecían con frecuencia bonitas y perfumadas flores, pájaros gorjeando, campanas repicando y fuentes rumoreando, que después de pasar por ríos caudalosos, desembocaban en un mar inmenso, de color esmeralda, con olas espumantes, muriendo en playas de una arena blanquísima, que parecía azúcar. Con todo, lo que más le atraía eran las plumas de los sombreros de los caballeros, sus botas con espuelas afiladas, las alas multicolores de los ángeles o la dulzura de la mirada de Jesús y la bondad de María.
Así iba creciendo Jorge, piadoso, responsable y muy inocente. Tan pronto como empezó a ir a la escuela aprendió enseguida a leer y escribir. Siendo un poco más mayor, y por ser un pueblo muy tranquilo, ya podía ir él solito a hacer algunos recados para su abuela, y los parroquianos estaban admirados con la madurez de aquel niño de tan poca edad.
Una mañana lluviosa, no obstante, su abuelita no se había levantado para ir a Misa. El niño, preocupado, fue a su habitación para ver qué había ocurrido. La pobre señora lloraba sollozando, pues se sentía muy mal. Afligido, el muchacho llamó a una vecina, doña Adalgisa, muy amiga de doña Clara. Y vino a toda prisa dispuesta a ayudar. Al ver la dramática escena llamó al médico de la familia, que no tardó en llegar. La examinó, le recetó un medicamento y mucho reposo, pues la enfermedad podía ser grave si no descansase. Y en ese caso debería ir a la capital, porque ahí no tenían los recursos necesarios para tratarla.
Una carta providencial
Ese día Jorge fue solo a Misa y a la escuela, e hizo entrega de todos los encargos de su abuela. Pero los días pasaban y doña Clara no se curaba, no cocinaba y el dinero iba escaseando, porque sus medicinas eran muy caras. Por mucho que doña Adalgisa fuese solícita, tampoco poseía tanto como para salvar esta emergencia.
Después de una semana, el niño no lo dudó un instante y resolvió ponerse a escribir una carta, con una letra aún insegura e infantil. Cerró el sobre con decisión y se fue a entregarlo a su destinatario. Entró en la iglesia con paso rápido y cuando iba a meterlo en el cepillo de las limosnas le interrumpe un distinguido señor:
-¿Qué haces muchachito?
-Estoy poniendo esta carta en el buzón de correos del Cielo.
-Ah, ¿y eso por qué?, le preguntó el hombre.
Entonces Jorge le explicó la situación, y que su abuela siempre le había enseñado que todo lo que se le pedía al buen Dios con fe, Él lo concedía, y por eso decidió pedirle su curación, porque aún era muy pequeño para sustentarla y ella ya no podía trabajar más. El interlocutor enternecido le dijo:
-Dame la carta que la encaminaré a su destino. Pero ¿dónde está la dirección para la respuesta?
-No es necesario. ¿No sabe el buen Dios donde vivo?
-¡Claro que lo sabe!, respondió el caballero. ¿Pero me la puedes decir, para que yo también la sepa?
Jorge volvió a su casa contento, seguro de que el buen Dios estaba leyendo su carta, y por lo tanto estaría solucionando el caso.
El chico no se había equivocado, pues esa misma tarde entregaron en su humilde casa una caja que contenía los medicamentos para su abuela, y había una tarjeta donde estaba escrito: “Respuesta del buen Dios”. Exultante de alegría el pequeño se lo contó todo. Emocionada, se tomó la medicina y sintió que las fuerzas volvían a su exhausto cuerpo, por las energías de la fe inocente de su nietecillo.
Al día siguiente, el hombre de la iglesia llamó al timbre. Él era un médico de la capital que estaba allí de paso, visitando el tranquilo y agradable pueblecito. Conocía muy bien la enfermedad de doña Clara y la trató el tiempo necesario, trayendo incluso de la gran ciudad otros medicamentos más eficaces.
No dejó a la buena señora hasta que ella pudiera hacer nuevamente los pastelitos dulces y salados, volver a frecuentar la iglesia y cuidar a Jorge, que no veía el momento de recibir la Primera Comunión para sentir en su corazón la presencia del buen Dios, que nunca deja de oír todos nuestros pedidos hechos con fe.
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)