El matrimonio Gastinelli no podía esconder su alegría, pues la joven esposa muy pronto daría a luz a un niño, ¡su primer hijo! Giacomo ya se lo había contado a sus compañeros y Mirella también se lo había comunicado a la directora del asilo de ancianos donde trabajaba como cocinera.
Sin embargo, parecía que algunas preocupaciones de la vida doméstica querían empañar ese gozo. Como eran pobres, la llegada de un miembro más de la familia significaba mayores gastos; y este tema pasó a ocupar el centro de muchas conversaciones entre Mirella y su esposo. El propietario de la casita donde vivían, en las proximidades de la iglesia de San Francisco Javier, era una persona exigente, que fijaba plazos para los pagos. La futura madre no podía ir a trabajar durante esas semanas y se quedaba afligida por lo que pudiera ocurrir.
- Giacomo, faltan unas semanas para que venza el alquiler de la casa. Tu trabajo no rinde mucho y tenemos sólo lo suficiente para que la despensa no se quede vacía… Debemos encontrar una solución.
- Dios proveerá, Mirella. Agradezcámosle que aún tenga trabajo. Confiemos. Mira, vamos a hacerle una novena a San Francisco Javier, nuestro protector, y verás cómo intercede por nosotros ante Dios.
Giacomo era un hombre muy piadoso y rezaba insistentemente para que la Providencia ayudase a su pequeña familia. El último día de la novena llamaron a la puerta, bien temprano. Venían a entregarle un paquete que él mismo recibió, por encontrarse en casa de permiso. Se puso a buscar el nombre del remitente, pues no había pedido nada y no se le ocurría quién podía habérselo enviado. Sólo constaba “Francisco”, sin apellidos, ni origen, ni más referencias…
- Pues Mirella, no conozco a ningún Francisco. Veamos qué es.
Quitó el envoltorio y cuál no fue la sospresa de ambos cuando se encontraron con un bellísimo jarrón de porcelana china, con detalles en oro.
- Aquí está la solución, dijo Mirella. Venderemos este jarrón y tendremos el dinero suficiente para pagar el alquiler. Dios mío, ¿quién será el santo varón que nos ha mandado este regalo del Cielo? O más bien, de la China.
- No tengo ni idea, pero seguramente que ha debido de venir de un hombre de Dios. Sólo ha podido ser por intercesión de San Francisco Javier, el apóstol de Oriente.
- Vamos a terminar ahora mismo la novena agradeciéndole este inmenso favor.
Con la venta del precioso jarrón el matrimonio Gastinelli consiguió evitar que se quedaran sin casa y, por otra parte, hacerse con unos ahorros, lo suficiente para mantenerse hasta que Mirella pudiera volver al trabajo. El honor al santo, el bienhechor de la familia, le pusieron a su hijo el nombre de Francisco.
El pequeño creció piadoso y religioso, como su padre, y muy devoto de su patrono. Fue bautizado, hizo la Primera Comunión y se casó en la iglesia de su tan querido santo y, por este motivo, nunca quiso mudarse de aquel entorno, siendo vecino de sus buenos padres que, felices, podían ir a visitar con frecuencia a sus nietecillas.
Francisco tenía el buen hábito de pasar por la iglesia de San Francisco Javier todas las mañanas, después de dejar a sus hijas en el colegio y antes de ir a la fábrica de fuegos artificiales donde trabajaba, que no estaba muy lejos de allí. Rezaba una oración y ofrecía a Dios las tareas de ese día.
Su hija mayor no podía llamarse de otra manera que Francesca. Era muy inquieta y desde que se levantaba no paraba de saltar, ansiosa por ir cuanto antes a la escuela. De mayor quería ser maestra.
Una mañana, cuando estaba saliendo con su padre y su hermanita a la escuela, y con la maleta de los libros en la mano, tropezó con un jarrón de flores de su madre que adornaba el salón, y que al romperse le hirió en la mano derecha. Asustada al ver su propia sangre empezó a llorar. Francisco, preocupado, la llevó enseguida a la farmacia más cercana. Felizmente la herida no era grave y la niña pudo llegar a tiempo a clase; pero si su padre no se diese prisa, no le pasaría lo mismo a él con su trabajo.
Corrió todo lo que pudo, con miedo a perder su empleo, pues conocía bien la intolerancia de su jefe y ya sería la tercera vez que llegaría tarde aquel mes por asuntos familiares. Al pasar por delante de la iglesia de San Francisco Javier, miró el reloj y pensó: “Sólo faltan cinco minutos para que empiece mi horario… si no paso por la iglesia y corro bastante, conseguiré llegar puntualmente”.
Mientras contemplaba la fachada del templo sintió como si San Francisco Javier lo llamase, y se dijo entonces:
- No. San Francisco Javier no va a dejar que pierda mi empleo por causa suya…
Y decidió entrar. Aquel día la imagen de su santo querido le parecía más sonriente que nunca. Con todo, no se podía demorar mucho: le quedaban dos minutos. Rezó y salió disparado.
Aún no había llegado a la esquina de la calle de la fábrica, cuando oyó un gran estruendo: ¡¡¡BUM!!!
En pocos minutos sólo se veía fuego y confusión. Los bomberos llegaron y apagaron el incendio enseguida.
Cuando ya había vuelto la calma, Francisco se enteró de lo que había pasado exactamente: un accidente en el área donde trabajaba provocó una explosión y lesionó a varios de sus compañeros.
Una vez más agradeció a San Francisco Javier su poderosa intercesión porque si no hubiera oído la voz de la gracia, por pocos minutos, estaría ya en el trabajo y sólo Dios sabe qué le hubiera ocurrido… La buena constumbre de pasar siempre por la iglesia le salvó no sólo el empleo sino quizá también la vida. Y todo esto merced a la protección de San Francisco Javier, que acompañó a su familia desde antes incluso de su nacimiento y nunca los abandonó.
Heraldos del Evangelio
Asociación Internacional de Derecho Pontificio