Entre una cosa y otra, vamos despidiendo a un 2022 complejo. Además de la invasión demencial rusa de Ucrania, por todos lados injustificada y dramática, este año ha estado marcado por incendios terribles en los cinco continentes, sequías dramáticas en muchos puntos del orbe, inflaciones galopantes y casi incontrolables, aprobaciones de leyes más que discutibles, plagas de las que los medios de comunicación apenas hablan y que, sin embargo, afectan a comunidades enteras… ha sido y está siendo, como digo, un curso duro.
Soy un fan acérrimo de Arturo Pérez-Reverte, con cuyas novelas he disfrutado enormemente y a quien la experiencia le ha permitido narrar historias –algunas reales, otras inventadasapasionantes. Él ha conseguido trasladar al lector a un sinfín de épocas y lugares gracias a un gran estilo literario, unas ideas profundas, unas tramas atractivas y unos personajes muy verosímiles. Pues bien, con enorme frecuencia dichas historias muestran a hombres y mujeres algo descreídos con el mundo, presos de una fuerte resignación. O sea, gente bastante estoica ante un mundo hostil y que, pese a sus puntuales
regalos, trae desgracias cada dos por tres.
La visión existencialista de Pérez-Reverte es realista, qué duda cabe, porque el mundo resulta, en efecto, un lugar inhóspito muchas veces. Es un lugar en donde la gente traiciona a aquellos que aseguran ser sus amigos, en donde las enfermedades aparecen sin
previo aviso, en donde las infidelidades se multiplican y los accidentes de todo tipo proliferan, en donde personas logran hacerse injustamente con el dinero o el poder a costa del bienestar de otras… y la lista no acaba nunca, por supuesto.
Pero, al mismo tiempo, si nos centramos sólo en eso –lo malo, lo triste– le quitamos la dimensión providencial a todo ello. Por más que cueste y que suene fácil o ingenuo decirlo, una visión cristiana le da la vuelta a la tortilla. Supone un giro de 180º a nuestro
día a día, porque confiere un sentido radicalmente distinto a nuestra existencia. Quizá no cambia lo que nos ocurre, pero sí cómo nos ocurre lo que nos ocurre.
En el fondo, es la filiación divina, o sea, el sabernos hijos de Dios, lo que transforma nuestra perspectiva vital. Cuando entendemos y asumimos que fuimos concebidos bajo el paraguas divino, que Dios mismo nos ama desde el mismísimo momento en que nos constituimos como personas, todo adquiere un nuevo cariz. Es una especie de seguridad, de tranquilidad, de certeza, de explicación última que nadie nos puede arrebatar. También sirve como consuelo y esperanza, porque, sin importar la gravedad de nuestros errores o desgracias, la realidad de que somos hijos de Dios permanecerá siempre. Por eso Él nos recibirá con los brazos abiertos pase lo que pase.