tanto San Francisco como sus superiores van a ponerlas al servicio de la Iglesia y de la conversión de las gentes, en aquellos lugares donde la Orden de Frailes Menores realiza su trabajo de apostolado.
Entre 1222 y 1224, durante casi dos años, estuvo dedicado al apostolado activo y la predicación en la región de Romania; Rímini, Bolonia y las poblaciones circundantes oyeron su predicación. San Antonio, en esos años, se encontraba viviendo en Bolonia, donde, por encargo de San Francisco, enseñaba principios de teología a los frailes menores.
Esta actividad, que San Antonio pudo realizar. Es fruto del trabajo de oración y estudio que, nuestro personaje, había realizado durante sus estancias en los Monasterios de San Vicente de Fora (Lisboa) y de la Santa Cruz (Coimbra), sin imaginar que Dios le iba a destinar a la predicación en Italia; él se había dedicado a prepararse y Dios le ofreció un puesto inesperado, en el que tanta gloria iba a dar a la Iglesia, contribuyendo al combate contra las herejías.
Herejes y milagro de los peces
En aquella época la herejía de los cataros[1] invadía la región; esta herejía había adquirido mucha fuerza en el Sur de Francia, donde, pese a ser combatida por la predicación y las armas, se había implantado
De ese tiempo es el conocido “milagro de los peces”, que tuvo lugar cuando Antonio predicaba en Rimini, ciudad con fuerte implantación herética, donde el pueblo no escuchaba la predicación de nuestro santo, que quería convertirlos a la luz de la verdadera fe y al camino de la Verdad, pero endurecidos y obstinados, no quisieron oírle.
De aquí que San Antonio, por divina inspiración, se fue a la orilla del mar, en la desembocadura del río, y empezó a decir a modo de sermón, de parte de Dios, a los peces: “Oíd la Palabra de Dios, peces del mar y del río, pues que los infieles herejes la rehúsan.”
Dicho esto, se vino hacia él, a la orilla del mar, tal multitud de peces grandes, pequeños y medianos, que nunca jamás se vio en todo aquel mar, ni en aquel río. Todos sacaron la cabeza fuera del agua y estaban atentos, con grandísima paz, mansedumbre y orden. Delante y más próximos a la ribera estaban los peces más pequeños, y después estaban los medianos; y luego, donde el agua era más profunda, los peces mayores.
San Antonio comenzó a predicarles solemnemente:
“Hermanos peces, muy obligados estáis, dentro de vuestra posibilidad, a dar gracias a nuestro Creador, el cual os ha dado tan noble elemento para habitación; de tal manera que a gusto vuestro tenéis el agua dulce y salada, y os ha dado muchos refugios para refugiaros contra las tempestades; os ha dado también elemento claro y transparente, y alimento para que podáis vivir. Dios, vuestro Creador, cortés y benigno, cuando os creó os mandó crecer y multiplicaros, y os dio su bendición. Luego, cuando fue el diluvio universal, muriendo todos los demás animales, a vosotros solos reservó Dios sin daño alguno. Además os ha dado aletas para que podáis andar por donde os plazca; a vosotros os fue concedido el conservar a Jonás, profeta, y al tercer día echarlo a tierra sano y salvo.”
A estas palabras de San Antonio, comenzaron los peces a abrir la boca e inclinar la cabeza. Y con estos y otros signos de reverencia, alababan a Dios.
San Antonio se alegró en espíritu y dijo en alta voz: “Bendito sea Dios eterno, porque más le honran los peces, que no los hombres herejes, y mejor oyen su palabra los animales irracionales que los hombres infieles.”
Ante este milagro, el pueblo fue corriendo, incluso los herejes, a ver milagro tan maravilloso y manifiesto, y, dolidos en su corazón, se echaron a los pies del Santo para oír su palabra. San Antonio predicaba la fe Católica y convirtió a todos aquellos herejes, y los fieles quedaron con grande alegría, confortados y fortificados en la santa fe.
Hecho esto, San Antonio licenció a los peces con la bendición de Dios, y todos se marcharon con maravillosos movimientos de alegría. San Antonio permaneció en Rímini predicando y recogiendo mucho fruto espiritual de almas en alabanza de Cristo.
Comité de Redacción
[1] Esta herejía, llamada también albigense, tenía su origen en el gnosticismo y el maniqueísmo; creían en la reencarnación, negaban el bautismo y se oponían al matrimonio. Condenada en IV Concilio de Letrán.