Pienso en las inundaciones de Libia y sus cerca de 10.000 muertos, en los terremotos de Siria, Turquía y Marruecos, en los devastadores incendios de Hawaii, Canadá, Grecia y Tenerife, en los tornados de Misisipi y China, en el ciclón Yaku de Perú…
Confieso que me asaltan muchas ideas y dudas cuando surge la polémica sobre el grado
de injerencia que tenemos las personas en la naturaleza. Por un lado, es innegable que se están batiendo récords de temperatura del aire y del agua, de lluvias, de desglaciación… Pero, al mismo tiempo, la ciencia aún no tiene claro cuál es el impacto real de las acciones humanas en todo ello. Hay estimaciones de producción de dióxido de carbono, por ejemplo, o mediciones de muchas variables, pero nuestro planeta es tan grande, está sometido a tantas leyes y está afectado por tantos factores, que cuesta dimensionar y apreciar con exactitud cuánto - y de qué manera- es por nuestra culpa y cuánto obedece a simples cambios propios de la física. Más aún cuando nuestros instrumentos de medición son tan recientes (apenas unas pocas décadas).
Seguro que hemos escuchado en más de una ocasión que la Tierra, o el universo mismo, nos hablan en su propio lenguaje. Porque la realidad es que somos muy poquita cosa en la vastedad de la galaxia. Hay estudios que han tratado de demostrar la famosa frase de Carl Sagan de que “hay más estrellas en el universo que granos de arena en todas las playas del mundo”, y concluyen, como uno de la BBC, que existen alrededor de diez sextillones de estrellas y algo menos de cuatro sextillones de arena en las playas de la Tierra… o sea, un poco más del doble. ¿Y nosotros, los humanos, qué papel jugamos ahí? Pues una cosa bien diminuta.
Adonde quiero llegar con todo esto es a que, por muy minúsculos que seamos, poseemos un valor propio incalculable, y nuestra libertad entraña una responsabilidad desde el momento mismo en que tomamos cualquier decisión. Por eso, todas y cada una de nuestras acciones tiene un efecto, grande o pequeño, que no podemos ni debemos ignorar. Tomemos conciencia de que en nuestras manos hay más poder del que salta a simple vista, y seamos agradecidos por ostentar ese poder privilegiado, cuyo origen, recordemos, reposa en Dios. Por algo pedimos a Dios –en la única oración formulada expresamente por su Hijo– “hágase tu voluntad así en la Tierra como el Cielo”. Al obedecer, al cumplir libremente con esos deberes, revelamos nuestra condición humana y nuestra dimensión divina.