Así lo es en la doctrina ascética de la Regla de San Benito, que tendremos muy en consideración en estas reflexiones, completándolas sobre todo con las enseñanzas de San Bernardo, inspiradas precisamente en las del abad legislador.
El término latino humilitas hace referencia al humus: es decir, al suelo, a la tierra, porque nos pone al nivel de ésta, nos hace sentirnos en la realidad de lo que somos. Adquiere un sentido positivo en los autores cristianos, como expresión de una idea moral y religiosa, de una virtud estimable y estimada. Es una disposición de espíritu totalmente opuesta a toda clase de orgullo, de presunción, de vanidad, etc., y es propia del cristiano.
Entre los antiguos monjes
Entre los antiguos monjes egipcios, en las Sentencias de los Padres del Desierto (Apotegmas) se cuenta que “el abad Juan el Enano dijo: ‘La humildad es la puerta de Dios […] La humildad y el temor de Dios están por encima de todas las virtudes juntas’” Y el abad Juan de Tebas dijo: ‘Ante todo, el monje debe ser humilde. Porque es el primer precepto del Señor: ‘Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos’ (Mt 5,3)”.
San Juan Clímaco, monje del monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí en los siglos VI-VII, escribió un importante tratado espiritual conocido como La Escala Espiritual o Escala del Paraíso en el que ofrece varias definiciones de la humildad dadas por monjes anteriores. Y la que él mismo da es la siguiente: “la humildad es una gracia inefable en el alma, cuyo nombre no es conocido sino sólo por aquellos que tienen experiencia de ella”. Dice también que es un don de Dios y la reina de las virtudes; nos lleva a odiar la gloria y la alabanza humana y a desterrar de nosotros la irritación y la cólera; juntamente con la penitencia y la compunción, forman una excelente trinidad de virtudes. Es la puerta del reino celestial, y donde ella falta, todo lo que poseemos se marchita. “Es un abismo de modestia” y “es la doctrina espiritual de Cristo”. Produce hombres dulces, agradables, llenos de compunción, compasivos, tranquilos, alegres, dóciles, vigilantes… impasibles (la meta del monje para San Juan Clímaco es la apatheia o impasibilidad).
San Isidoro de Sevilla, en el tercer libro de las Sentencias, dice que “la suprema virtud del monje es la humildad, y su mayor vicio, la soberbia”; no debe enorgullecerse de su humildad. “Para la perfección [del monje] no basta que uno haya renunciado a todos sus bienes, si no renuncia también a sí mismo”: es decir, a los placeres propios y a las malas costumbres, y debe ser humilde y afable (ídem, cap. 18).
Realismo de la humildad
La humildad sitúa al hombre ante su realidad como criatura: le sitúa en su sitio, en el lugar que le corresponde, en la conciencia de ser creado y dependiente del Creador providente, quien le ha concedido una cierta y legítima autonomía y un mando sobre las cosas de la Creación, pero no una independencia absoluta. El Creador exige al hombre su libre colaboración en la obra de la Creación. Y la humildad recuerda al hombre esta realidad antropológica. Nos coloca ante lo que San Ignacio de Loyola denomina “principio y fundamento” en sus Ejercicios espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la faz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado”.