Con frecuencia me sorprendo al escuchar en los medios de comunicación o en las mismas sesiones del Congreso de los Diputados las más disparatadas propuestas, ajenas a toda preocupación y necesidad de la mayoría de la gente.
Produce verdadero escándalo ver cómo la Administración y los poderes públicos derrochan dinero en asuntos totalmente innecesarios y, en cambio, salvo honrosas excepciones, reducen al máximo las ayudas en algo tan importante como puede ser apostar por un auténtico plan de ayuda a la familia y a la natalidad, la pobreza infantil o invertir dinero en investigación de tantas enfermedades raras que hay, que no tienen cura.
Temas tan importantes como la educación, la sanidad, las pensiones, o la reforma de la Administración se plantean con criterios partidistas e intereses electorales. Esto provoca una desconexión profunda entre la clase política y el hombre de la calle, el ciudadano de a pie, provocando en éste un peligroso desinterés y apatía de la res pública.
En una situación así, el papel de los líderes naturales que aún restan, de las instituciones profesionales, de las ONGs, y de la propia Iglesia tiene un peso decisivo para atender las necesidades sociales por las que atraviesa nuestro país.
En lugar de conceder tantas ayudas a chiringuitos políticos los poderes públicos deberían
ofrecer subvenciones a instituciones de la Iglesia y ONGs de reconocido prestigio, que se preocupan desinteresadamente de los más necesitados y están haciendo una gran labor social.