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El moral, opuesto a la naturaleza

Escritor

Toda Naturaleza, tanto la racional angélica y humana como las irracionales y las inanimadas, son buenas como obra de Dios; y, aunque a veces no conozcamos ni comprendamos para qué existen, todas y cada una tienen su función dentro del orden universal establecido por el Creador. Lo afirma con claridad San Agustín: “Todas las naturalezas, por el hecho de existir y, por consiguiente, tener su propia ley, su propia belleza y una cierta paz consigo mismas, son buenas. Y mientras están situadas donde deben estar, según el orden de la naturaleza, conservan todo el ser que han recibido”; en consecuencia, a Dios “debemos alabarlo por la contemplación de todas ellas” (De civ. Dei, XII, 5). Ésta será la vía por la que tantos hombres llegarán a conocer la existencia de Dios y por la que lo alabaran en su bondad y grandeza. Tal vez uno de los más famosos haya sido San Francisco de Asís con su Cántico de las criaturas, pero en realidad la historia de la Iglesia cuenta con una larga lista de santos y santas que han loado al Señor desde la contemplación de su obra creadora en la naturaleza.

Bondad original del hombre:

¿qué es el hombre?

San Agustín adopta la definición que varios autores clásicos ofrecen del hombre: “animal racional mortal” (De civ. Dei, XVI, 8: animal rationale mortale). Pero, en virtud de su fe cristiana, es capaz de ahondar mucho más que ellos en el misterio del hombre y en su profunda dignidad, hasta el punto de afirmar que Dios “lo dotó de una naturaleza en cierto modo in- termedia entre los ángeles y las bestias: si se mantenía fiel a los mandamientos de su Creador, y sometido a Él como a su dueño verdadero, en religiosa obediencia, llegaría a alcanzar la compañía de los ángeles, consiguiendo una feliz e interminable inmortalidad. Si, en cambio, ofendía a Dios, su Señor, haciendo uso de su libre voluntad de una manera orgullosa y desobediente, sería condenado a morir, llevando una vida parecida a las bestias, esclavo de sus pasiones y destinado, tras la muerte, a un suplicio eterno” (De civ. Dei, XII, 21).

En una línea que se aleja del platonismo y conduce hacia Santo Tomás, el Doctor de la Gracia entiende que el cuerpo es parte natural y esencial del hombre y que se trata de una parte buena, creada así por Dios. El alma desea estar con el cuerpo, en una unión que de por sí Dios ha establecido buena y conveniente a la naturaleza humana (unión sustancial de alma y cuerpo, no unión accidental). El pecado original dio lugar a un desequilibrio entre los dos componentes: el alma y el cuerpo; pero la armonía vuelve a recuperarse con la gracia divina y, de hecho, el cuerpo resucitará para unirse definitivamente al alma que habrá permanecido incorruptible e inmortal en todo momento. Todo lo cual, por supuesto, es lo más opuesto no sólo a la concepción platónica, sino también a la de los maniqueos.

En la antropología agustiniana recogida en De civitate Dei, el alma es en sí un principio de vida inmortal y no muere tras la muerte del cuerpo, sino que permanece viva y a la espera de la resurrección de éste; pero el estado de separación de Dios por el pecado y, más aún, la eternidad de ese estado, puede ser considerado un estado de muerte, de un eterno y terrible vivir muriendo. Es interesante señalar que San Agustín habla de “todo el hombre” como un ser compuesto por alma y cuerpo, lo cual viene a ser, una vez más, una negación de la quiebra que el platonismo realizaba en favor únicamente del alma.