Con todo esto, se convenció el Romano Pontífice Zósimo de la culpabilidad de los herejes, e invitó a Pelagio y Celestio para que se defendieran; mas, como no se presentaran, publicó entonces la célebre Epístola tractoria, en la que condenaba la doctrina pelagiana e invitaba a todo el episcopado a admitir esta condenación.
Mas no todos los obispos aceptaron la decisión pontificia. El obispo Julián de Eclano, con otros diecisiete prelados italianos, se negaron a aceptarla. Con esto se inició la última etapa del pelagianismo, que consistió en un duelo literario entre Julián de Eclano y San Agustín. Este escribió diversas obras. Al fin, Julián fue desterrado, y vivió algún tiempo de Oriente sin ninguna significación.
Primera fase del semipelagianismo
Frente a las exageraciones pelagiadas, insistió San Agustín en el poder divino, defendiendo cómo todo lo bueno del hombre depende absolutamente de Dios, y la perseverancia final es don enteramente gratuito. Juzgando esta doctrina dura y exagerada, los monjes de Adrumeto pidieron una explicación a San Agustín mismo, y él se la dio en sus obras sobre la gracia y el libre albedrio y De la corrección y la gracia. Los monjes se dieron por satisfechos y no volvieron a insistir.
Los marselleses. Juan Casiano
Mucha más importancia revistió un nuevo brote de esta ideología. Nació en el célebre monasterio de San Víctor de Marsella y se extendió luego al no menos célebre de Lerins, y su principal portavoz fue Juan Casiano, que disfrutaba de extraordinario prestigio. Partían de la base de que, para salvar la libertad del hombre, debía despertar de él la decisión y primer impulso hacia la justificación: el initiun fidei.
Fácilmente se ve que esta ideología es un pelagianismo vergonzante. Contra ella se levantaron principalmente dos escritores laicos, Próspero de Aquitania e Hilario. Ellos fueron los primeros en reconocer su peligro; mas no atreviéndose a impugnarla por ser defendida por Juan Casiano, se dirigieron a San Agustín, el cual publicó entonces, ya anciano, las dos obras Sobre el don de la perseverancia y Sobre la predestinación de los Santos. Aunque esto no satisfizo a los Marselleses, como entonces eran llamados, en vida de San Agustín no replicaron. En cambio, después de su muerte y la de Juan Casiano, continuaron defendiéndola con tesón a lo largo del siglo V. Entre sus partidarios son dignos de mención Gennadio de Marsella, Fausto de Riez y, sobre todo, San Vicente de Lerins. Fue célebre también la obra tendenciosa contra San Agustín, titulada El Predestinado.
Oposición y condenación final
Próspero e Hilario continuaran como paladines de la ortodoxia. Es célebre la obra del primero De la gracia y el libre albedrio, y el poema Sobre los ingratos. El Papa San Celestino (422-432) intervino, exhortando a seguir a San Agustín. Ya en el siglo VI defendieron la ortodoxia San Fulgencio de Ruspe, San Avito de Vienne y, sobre todo, San Cesáreo de Arlés. Por iniciativa de éste se celebró, en 529, el sínodo de Orange (Arausicanum II), que condenó en veinticinco cánones toda la doctrina de los pelagianos y semipelagianos. Con la aprobación de Bonifacio II (530-532), estos cánones obtuvieron el valor de doctrina de la Iglesia.