Mucho tiempo antes de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de María, el Beato Juan Duns Escoto y San Lorenzo de Brindi, sostuvieron con energía y claridad ante aquella entonces “opinión piadosa”. Ambos pertenecen a la escuela franciscana (pues ha sido algo muy característico de ella la defensa de este privilegio mariano) y el primero ha sido siempre una autoridad de gran relieve para el tema. No obstante, como hijo de San Benito, quien elabora el presente trabajo considera también un deber recordar el papel importante ejercido en este sentido por el monje benedictino Eadmero, discípulo de San Anselmo, aun cuando aquí no se vayan a exponer ni comentar sus textos sobre ello. Hay que decir, de todas formas, que fue el primero en establecer con nitidez la distinción entre “concepción activa” y “concepción pasiva” a la que antes hemos aludido. Duns Escoto, beatificado por Juan Pablo II, ha sido tradicionalmente y con acierto tenido por el gran teólogo medieval defensor de la Inmaculada Concepción de María. A él se debe, sobre todo, haber desarrollado la idea de la redención preservativa como la redención más perfecta, la que sería propia de María: en atención a los méritos de la Redención obrada por Jesucristo, Dios la preservó inmune de toda mancha del pecado original. Tratando el asunto, el “Doctor Sutil” afirma en varias ocasiones esta preservación de María por Dios
en el primer instante de su concepción (Quaestiones in librum III Sententiarum, dist. III, q. 1). Según él, Dios pudo infundir en el alma de María, en el primer instante de su concepción, la gracia que le evitase quedar infectada del pecado original.
La opinión de San Lorenzo de Brindis
Por su parte, el capuchino San Lorenzo de Brindis, buen representante del “espíritu de la
Contrarreforma” y Doctor de la Iglesia, incide en que Dios pudo ciertamente preservar a María del pecado original por gracia y privilegio singular, porque para Él nada hay imposible: así, el Creador del mundo “pudo también crear y preservar del pecado en el seno de su madre a la Virgen llena de gracia y dotada de todas las virtudes y carismas celestiales”. Al igual que los ángeles son santos y la lógica hace ver que fueron santificados cuando fueron creados, preservándolos de todo, y al igual que Dios santificó a Jeremías en el seno de su madre y a San Juan Bautista lo llenó del Espíritu Santo, “¿por qué no habría de santificar y llenar del Espíritu Santo a la Madre de Cristo en el primer momento de su existencia, creando su santidad y su gracia junto con Ella, de la misma manera que la luz fue creada con las estrellas del firmamento?” (las citas, tomadas de Mariale, II, sec. 1, I-4 y I-9). Por lo tanto, así el Beato Escoto como San Lorenzo de Brindis hablan de esta entonces “opinión piadosa” refiriéndola al primer instante de la concepción de la Santísima Virgen. En consecuencia, si fue santificada desde ese mismo
momento, es que en la concepción se produce realmente el origen de una vida distinta, de un ser personal distinto. Además, en el caso de María, a diferencia del de Jesucristo, nos
encontramos de lleno ante una persona humana, no ante una persona divina que asume una naturaleza humana y que une a la suya divina. Es decir, la semejanza con nosotros es aún mayor. No obstante, teniendo presente que Jesucristo es el Modelo perfecto del hombre, también lo había de ser para su Madre: si Ella fue preservada de la mancha del pecado original desde el primer instante de su Concepción, fue precisamente en razón de su futura Maternidad divina; esto es, fue preservada porque Ella había de concebir en su seno al Hijo de Dios hecho hombre perfecto, y la persona del Hijo de Dios se haría presente en el seno de María en el primer instante de la concepción o generación de la naturaleza humana que Él habría de asumir.
El Triunfo de la Inmaculada Concepción
Bartolomé Esteban Murillo, 1662 a 1665. Museo del Louvre. Para ilustrar el dogma de pureza, Murillo se desliga de la tradicional representación individual de la Virgen, sólo rodeada de querubines, e introduce un grupo que participa de la visión del suceso místico. El grupo de la izquierda, de un admirable realismo, muestra una galería de reacciones emotivas ante la visión de la Virgen, que van desde la piedad del religioso que cruza las manos sobre el pecho, hasta la juvenil exaltación del muchacho. Se trata de personajes contemporáneos, cofrades y religiosos de la iglesia sevillana de Santa María la Blanca, de los que sólo se conoce el nombre del párroco, don Domingo Velázquez Soriano.