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El profeta de Jeremías

El profeta de Jeremías

el cual le hizo encadenar y le llevó consigo esclavo a Egipto, donde murió. Joaquín, su hermano y sucesor, siguió sus huellas y se mantuvo obstinado sin hacer caso de las amenazas de Jeremías.

Jeremías profeta

Este santo profeta era natural de Anatot, ciudad próxima a Jerusalén. A los quince años le envió el Señor a anunciar a Jerusalén los grandes males que le sobrevendrían. ¡Ay de Jerusalén – gritaba –, ay del pueblo de Judá, si no se convierte! Por orden de Dios se presentó también al rey y le dijo: ¡Ay de aquel que fabrica su casa en injusticia, oprime a su prójimo y no da el salario a los obreros! Tú prestas oídos a la avaricia y a la calumnia, y derramas la sangre inocente; por esto he aquí lo que dice el Señor: “Tu sepultura será como la de un jumento”. Estos avisos no hicieron mella alguna en Joaquín, que continuó viviendo en la iniquidad. Habiéndole enviado Jeremías un libro en el cual estaban escritas las amenazas del Señor, el rey le tomó, lo hizo pedazos y lo arrojó a las llamas.

Fin desastroso de Joaquín

¡Desgraciado del que no escucha los avisos del Señor! Las amenazas anunciadas por Jeremías se cumplieron muy pronto. Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitió a Joaquín en Jerusalén, le hizo prisionero, le dio muerte y su cuerpo fue arrojado en una zanja, cumpliéndose así la profecía de Jeremías que había dicho que su sepultura sería igual a la de un jumento (Año del mundo 3405).

El falso profeta Ananías

Creciendo la impiedad del pueblo de Judá, se aproximaba cada vez más el castigo con que Dios le había amenazado. A fin de desviar a esa nación del camino de la impiedad, Jeremías, por mandato de Dios, se presentó en el templo con un yugo al cuello y las manos atadas con cadenas, y expuso la palabra del Señor a los sacerdotes, al pueblo y al rey. Un tal Ananías, que se jactaba de profeta, le quitó el yugo, lo quebró y dijo: He aquí lo que dice el Señor: “De este modo despedazaré el yugo de Nabucodonosor del cuello de las naciones dentro de dos años”. A lo que Jeremías replicó: Tú, que haces confiar a este pueblo en tu mentira, morirás este año, porque has hablado contra el Señor. Así sucedió.

Llevado del celo de la gloria de Dios, Jeremías no cesaba de predecir y amenazar la destrucción de Jerusalén, a causa de los crímenes que se cometían; pero todo en vano. Encarcelaron al intrépido profeta, que estuvo en la cárcel hasta la toma de Jerusalén. Nabucodonosor, aunque pagano, apreció mucho a este santo varón, y cuando se apoderó de la ciudad, le sacó de la cárcel y le dejó en libertad de ir a Babilonia o permanecer en la Judea. Jeremías prefirió quedarse con sus hermanos para llorar con ellos y consolarlos

en la aflicción que a todos amargaba. Como muchos de ellos, más tarde, se refugiaran en Egipto para librarse del yugo de Nabucodonosor, él también se trasladó allá para conservar entre ellos el santo temor de Dios. Dejó escritas muchas profecías, entre otras la de que el pueblo de Judá sería llevado cautivo a Babilonia y allí permanecería setenta años, al cabo de los cuales, el Señor le devolvería a su patria.

Jeconías es llevado esclavo a Babilonia

A Joaquín lo sucedió su hijo Jeconías, que hizo no menos daño que su padre. Indignado el Señor, impulsó a Nabucodonosor a ir a poner sitio a Jerusalén. Después de haber apurado todos los recursos, se rindió Jeconías a discreción. Nabucodonosor se apoderó de los tesoros y vasos sagrados del templo y de la casa real y los llevó a Babilonia. Ya se había llevado esclavos a tres mil judíos; se llevó entonces al rey, a su madre y a su mujer, a los príncipes más valientes del ejército de Judá y a los ciudadanos más ricos, en calidad de prisioneros.